Con la llegada de Álvaro Elizalde en reemplazo de Ana Lya Uriarte en el ministerio Secretaría General de la Presidencia, el castigo a la generación de los 90 parece haberse levantado por completo. Ana Lya mantenía la ilusión de paridad, de algo popular y “achorado” que nos podía hacer creer que este gobierno era todavía “otra cosa”. No hay ahora en la primera línea de gobierno casi nadie que no haya sido parte de Bachelet II. Los que no, se comportan cada vez como si hubieran estado ahí.
Quizás esperamos demasiado tiempo para saber que ese era el único camino posible para la centro izquierda: Que los alumnos de posgrado en Londres aprendan todo lo que les faltaba saber de quienes estudiaron en la universidad más difícil de toda: el ejercicio día a día del estado. Algo de frescura y juventud en el Presidente y la vocera y detrás la experiencia de los que saben cuan amargas son las naranjas del Patio de los Naranjos.
Esa amalgama entre “experiencia y juventud” tiene todo para ser auspicioso, pero solo lo será si mi generación renuncia de una vez a jugar a las escondidas con la historia.
Por lo demás, nada explica mejor esa dificultad para la grandeza que nos habita a los nacidos entre 1965 y 1978 que la resignación con que aceptamos ser castigados por los jóvenes y sus mesías. Los fiscales mediáticos nos sentenciaron sin oírnos quizás porque no nos interesó hacernos oír. Y, sin embargo, teníamos una defensa perfectamente lógica: Cuando la corrupción es tan sistemática, tan inevitable, el problema de corromperse o no deja ser una decisión personal, porque no se podía elegir por entonces hacer política y no corromperse. El sistema, por lo demás, no lo inventó mi generación y no se benefició tampoco especialmente de él, pero aceptamos ser condenados sin juicio, apartado de la primera fila, y ser sujeto de vergüenza y de bullying en parte por culpa, en parte por flojera, en parte porque nos resultó un alivio poder dedicarnos a “nuestras cosas”, lejos de ruidos y las responsabilidades de la política.
Porque si un vicio tiene mi generación, un vicio que es también nuestra virtud, es el amor por la comodidad: la buena comida, el trago, los viajes, el sexo, las drogas, y el rock n’ roll. Todo eso en casas mucho más grandes que las que nuestros padres y abuelos jamás soñaron. Todos esos lujos que llegaron a nuestra vida al mismo tiempo de golpe después de una infancia y adolescencia de privaciones y persecuciones. Clandestinidad y tostadas con margarina, la peor crisis económica de nuestra historia y una dictadura que, herida, mordía con especial furor a los jóvenes de entonces, carne del cañón de nuestros hermanos mayores, además. La toma del Liceo 12, el “año decisivo”, Silvio Rodríguez y los Prisioneros, para luego rayar paredes por Aylwin, y luego Frei Ruiz Tagle, lo menos joven, lo menos sexy, lo menos de izquierda del mundo.
Pagamos ese precio. Votamos por viejos, trabajamos para ellos. Nos censuraron y nos censuramos, pero aprendimos a usar el aceite de oliva, a distinguir las cepas y llegar antes que llegaran los libros de Anagrama. Aprendimos muy rápido a ser responsables en las cosas importantes: la democracia representativa, el superávit fiscal, el cine de pocos personajes en pocas habitaciones y para ser en nuestra vida afectiva y personal aun los niños que nunca fuimos cuando niños. Esto nos ha costado por cierto varios infartos y divorcios y colegios más caros de lo que podemos pagar. Todo eso y la prohibición tacita de usar la palabra “convicción” a no ser que sea en broma.
No traicionamos nada, porque no había nada que traicionar tampoco. La URSS se acabó y Cuba era su propia caricatura. Lo nuestro fue crecer, no cambiar. Todo muy desigual, por cierto, aunque mis compañeros de curso, profesores de colegios todos, vieron sus sueldos y garantías aumentar de manera palpable. Se podría decir lo mismo de casi todas las profesiones y oficios. Todo lento, claro, con retrocesos, mentiras y medias verdades, pero siempre un poco mejor, un poco más, más y más.
El pelo corto o largo, da lo mismo, nadie obligaba a nadie a ninguna moda porque la moda siempre es un uniforme de guerra y la guerra se había acabado justo cuando teníamos la edad para pelearlo. No hubo vanguardia, porque el termino vanguardia implica justo la estrategia militar que no necesitábamos. Nos vestíamos con la ropa del closet del abuelo, con toques tropicales, o de Miami. Camisa de leñadores también y guitarras eléctricas de los setenta, pero con mucho menos acordes y complejidades que entonces.
No se puede esperar entonces de mi generación grandes sacrificios ni grandes audacias. Conseguimos más de lo que esperábamos sin romper con casi nada. Marco Enríquez Ominami fue siempre sentido por el resto de los de mi edad como una incomodidad. Ante cualquier momento más o menos histórico los de mi generación solemos buscar con que “viejo” aliarse. Lo mismo en el arte o la literatura, llámese el “viejo”, Roberto o Nicanor Parra, la sombra de Bolaño o la de Enrique Lihn. La cosa se complica cuando la figura totémica no da de sí, como fue el caso de Alejandro Guillier.
Esta actitud, la de unirse detrás de un líder que no sea “ninguno de nosotros”, solo parece haber cambiado de edad. En vez de buscar unirse detrás de un político de más edad, de más experiencia, o de más amplio simbolismo (como Michell Bachelet), mi generación ha empezado a buscar un joven sobre el que ejercer sus crecientes y contradictorias habilidades.
Esa tendencia, la de trabajar con más ahincó y pasión para alguien más, y no asumir el peso de la historia, no es solo una muestra de generosidad política, sino una forma de miedo, el de exponerse demasiado, el de equivocarse en público, lo que impide que esa experiencia vital e intelectual única de la que somos depositarios consiga los frutos que estaría llamado a conseguir. Ese regreso al poder puede ser la última oportunidad para evitar que la comodidad nos hunda del todo en el olvido.
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