Nada de lo que haga o no haga un Presidente de la República deja de ser un ejercicio de poder. Más aun lo que haga o no haga en septiembre. En el caso del presidente Boric, un presidente al que le obsesiona seducir y ser seducido, un baile puede decirlo todo. Más cuando este baile es una cueca que inaugura las fondas del 18. Baile en que tantas buenas voluntades han naufragado y que sigue siendo un test infalible de chilenidad. La chilenidad, esa asignatura siempre pendiente.
Baile africano y andaluz (es decir doblemente africano), metáfora perfecta del cortejo, manchado por la obligación escolar que nos lo impuso, la cueca es como todo en Chile un baile en círculo que lo dice todo sin terminar en nada. El presidente y su novia Paula Carrasco lo ejecutaron del modo más clásico y completo, con un beso incluido que nos hizo a los más endurecidos creer que algo parecido al amor aún existe.
Una escena de armonía, de juego, una cueca clásica en manos de una pareja muy joven. O más bien de un presidente rejuvenecido por la belleza perfectamente natural de una deportista de élite a la que parece importarle muy poco ejercer ningún tipo de poder, a no ser el poder definitivo de amar y ser amada.
¿Una anti Irina? Eso o simplemente la vida que vuelve a tomar sobre el cargo su lugar. Porque después de todo el presidente es un hombre joven, o casi, soltero. Y Paula Carrasco es una joven también soltera que se encontró con la sorpresa de estar bajo todos los focos fuera de las canchas de básquetbol que eran sus dominios. Un romance sobre el que nadie puede pronunciarse. Eso y algo más. Porque esta cueca es la prueba visible que cualquier proyecto refundacional que pudiera abrigar el presidente y sus socios más cercanos, está definitivamente muerto.
Cualquier intento de bailar la cueca de otra manera, vestidos o “empelota”, parece haberse pospuesto para siempre ante el imperativo de dar los giros que hay que dar y hacer girar en el aire el pañuelo mirando en los ojos a la pareja de baile que te mira a los ojos a su vez. Una cueca que coincide con una voluntad cada vez más evidente del presidente de acercarse, o más bien de no distanciarse más, del centro, o de la centro izquierda.
Nada de “cueca chorra”, cueca “pianá”, de esas que hacían vibrar los prostíbulos de Valparaíso y San Antonio. Cueca prostibularia, preciosa fiesta de los cuerpos borrachos y febriles que cuentan historias de peleas a combos, y perros huachos, nada de cueca urbana, sino la cueca del colegio un poco más elegante, sin manta de Castilla, pero con flores en el pelo. Una versión informal pero efectiva de la llamada cueca de salón, título de unos de los libros más descomedidos y alucinados de Nicanor Parra. Nicanor Parra al que le habría encantado comentar la cueca presidencial.
No es del todo coordinado el presidente y un poco demasiado entusiasta, improvisando “pasos” no tan necesarios, con una chaqueta que le queda un poco chica, pero jugando el juego hasta el final con una sonrisa en la cara que hacía años que no le veíamos. Una cueca, esta de este interminable dieciocho, que tiene algo de una felicidad, o de una liviandad, que este largo invierno nos lleva quitando hace tiempo.
Habitar el cargo es quizás también eso después de eso: bailar el baile entero, prestarse al juego que nos pide todo ese entusiasmo que no asegura nada, pero que es al final lo único que podemos nosotros asegurar. El presidente parece haber renunciado al mismo tiempo al baile de los que sobran y de los que faltan, para inaugurar la interminable festividad con que la primavera y la patria se mezclan. Lo ha hecho sonriéndole a eso que Goethe llamó el “Eterno femenino” que es, pensaba, lo único que nos salva del infierno.
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