Fijar multas por no votar es un mandato constitucional. Por Pepe Auth

Ex-Ante

Las expresiones de este debate me avergüenzan. Unos rasgan vestiduras por aquello a lo que se resistieron durante décadas y otros reemplazan sus convicciones por sofismas argumentales, ambos transparentando con obscenidad sus intereses electorales de corto plazo. Tengo la esperanza de que la política recupere su dignidad y el gobierno juegue su rol para que el Congreso cumpla el mandato constitucional que estableció la reforma que consagró el voto como un deber cívico. Lo contrario sería un retroceso inexcusable para nuestra democracia.


La reforma constitucional publicada el 4 de enero de 2023 estableció que “el sufragio será obligatorio para los electores en todas las elecciones y plebiscitos, salvo en las elecciones primarias. Una ley orgánica constitucional fijará las multas o sanciones que se aplicarán por el incumplimiento de este deber, los electores que estarán exentos de ellas y el procedimiento para su determinación”.

Fijar multas o sanciones es un mandato imperativo entregado por la Constitución Política de la República al Ejecutivo y Legislativo. Se trata de una deuda constitucional que ya lleva 18 meses sin ser saldada e incumplirla, a mi juicio, sería un flagrante y notable abandono de deberes de los colegisladores.

El proceso de tramitación legislativa ha sido un verdadero baile de máscaras. La derecha, que se opuso por décadas a la obligatoriedad del voto, argumenta ahora que ésta resulta indispensable para la legitimidad democrática, mientras la izquierda que la empujó con absoluta convicción intenta ahora soliviantarla y para ello desarrolla enrevesados sofismas argumentales y trámites dilatorios.

Permítanme poner algo de contexto histórico a esta avergonzante situación. En 1988, más de 7,4 millones de personas mayores de 18 años concurrieron a inscribirse en los registros electorales que vinieron a reemplazar a aquellos que habían sido destruidos poco después del Golpe de Estado.

Entonces, la población estimada era de 12,6 millones y los menores de edad representaban cerca del 40%, por lo que se estima que muy pocos no acogieron el llamado a inscribirse en los registros para votar en el plebiscito del 5 de octubre de 1988.

Votaron válidamente 7.086.679 personas en 1988 y las 5 elecciones presidenciales que siguieron (de 1989 a 2009 ) tuvieron una participación válida levemente inferior, a excepción de la segunda vuelta Lagos-Lavín en enero de 2000, que alcanzó 7.178.727 votos válidamente emitidos. Las 5 elecciones municipales tuvieron similar participación, pero un promedio de votos válidos 8,8% inferior al de las presidenciales previas, con un pick de 6.515.574 en 2000 y su punto más bajo en 1996 con 6.301.298 votos válidos.

A 2012 la población había aumentado en casi 4 millones de personas y los mayores de 18 en más de 5 millones. Sin embargo el volumen de participantes en las elecciones se mantenía estancado, básicamente porque a partir de 1993 el flujo de inscritos disminuyó abruptamente, porque los jóvenes dejaron de inscribirse en los registros electorales.

En realidad sólo lo hacían aquellos de los estratos sociales más acomodados, de manera que mientras Las Condes aumentaba año a año su padrón, el de La Pintana retrocedía. El cuerpo electoral en poco más de dos décadas devino una fotografía distorsionada de la población mayor de 18 años del país, por la subrepresentación de los menores de 35 y de los estratos más pobres, cuya gravitación en las elecciones llegó a ser muy inferior a su peso demográfico.

Para resolver el problema del envejecimiento prematuro y la creciente elitización del cuerpo de votantes, la centroizquierda impulsó una reforma que permitiera la incorporación obligatoria al padrón electoral de toda persona mayor de 18 años. La centroizquierda pugnó porque las personas pasaran automáticamente al padrón electoral. Para sumar los votos requeridos para aprobar la reforma a la ley orgánica, la derecha exigió establecer la voluntariedad del voto, requerimiento aceptado por la Concertación, que privilegió su objetivo de incorporar a los jóvenes y a los pobres al cuerpo electoral.

Aprobada la ley de inscripción automática y voto voluntario, se incorporó a 5,4 millones de personas que no estaban inscritas, la mayoría de ellas menores de 35 años y de las comunas populares. Pasamos de un padrón electoral de 8 millones a otro de 13,4 millones de personas, que continuaría creciendo al incorporar automáticamente a todo chileno al cumplir 18 años y a los extranjeros luego de transcurridos 5 años de haber formalizado su permanencia en territorio nacional.

El efecto inicial de este cambio fue doble. Aunque aumentó significativamente la participación de los jóvenes, disminuyó el volumen total de votantes, al caer la participación de los grupos de edad que tenían mayor presencia en el padrón, ello como consecuencia de la voluntariedad expresa consagrada en la ley. Hasta entonces, votar para quienes estaban inscritos era teóricamente obligatorio, aunque en la práctica no hacerlo carecía de sanción efectiva.

Así es como en la elección de alcaldes de 2012 participaron válidamente 5.542.368 personas, y en 2016 los votos válidos cayeron a 4.751.692. 1,6 millones menos que en las de 2008, las últimas con inscripción voluntaria y voto obligatorio. En 2021, sin embargo, la participación volvió a sus números previos, con 6.343.688 votos válidamente emitidos.

En las presidenciales ocurrió algo similar. En 2013 se redujo el volumen de participación a 6.585.808 votantes válidos, para recuperarse en 2017 con 6.957.546 , subir en septiembre 2020 en el Plebiscito constitucional a 7.534.189 votos válidos y alcanzar el récord de 8.271.893 en la segunda vuelta presidencial de 2021.

A lo largo de los años, fueron rechazados por falta de quórum distintos proyectos de reforma para establecer el voto obligatorio. Por razones que  nunca logré entender ni pudieron explicarme, la derecha pensaba que niveles bajos de participación le eran electoralmente convenientes. Sólo a fines de 2022, luego de los resultados de la primera elección de la historia con obligatoriedad de votar para todos los mayores de 18 años, se pudo aprobar y promulgar la reforma constitucional que estableció la obligatoriedad del voto en todas las elecciones nacionales.

El 4 de septiembre de 2022 , batiendo todos los récords de participación, votaron válidamente en el plebiscito de salida 12.750.518 personas,  superando en 5,7 millones el volumen promedio de votos en las elecciones presidenciales y en 5,2 millones el de los votos del plebiscito de entrada al proceso constituyente.

El plebiscito de salida del segundo proceso tuvo una participación similar, con 12.377.858 votos válidamente emitidos. Y cuando se trató de una elección no binaria, sino con múltiples opciones, como la elección de consejeros constitucionales de 2023, votaron válidamente 10.120.035, aumentando a 2,7 millones los votos blancos y nulos. Cifras similares a éstas es lo que debiéramos esperar en elecciones complejas como las municipales y regionales de octubre próximo.

Más allá de la discusión filosófica respeto a libertades, derechos y obligaciones, convendrán conmigo en el impacto beneficioso del aumento de participación electoral en la democracia chilena. Que deje de ser la mitad movilizada, politizada e ideologizada de la población la que decide el rumbo del país, para entregarle esa decisión al conjunto de la población sin distinciones de edad ni condición social. Los diferenciales de participación por edad y condición social tan habituales en nuestros procesos electorales fueron prácticamente pulverizados por la obligatoriedad del voto.

Las interpretaciones de que los votantes obligados son de una determinada orientación política están, en mi opinión completamente erradas. No son, por supuesto, votantes cautivos, leales a algún sector político o liderazgo en particular. Tampoco votan en referencia a un marco ideológico y político, pues carecen de ellos.  Votan mucho más desde donde les aprieta el zapato, desde sus preocupaciones y temores del momento. Desconfían más que los demás del Estado, de la política y de los partidos, qué duda cabe. No de los de un sector ideológico en particular, sino de todos. Pueden votar por la derecha como por la izquierda o por el centro, o por ninguno de los anteriores.

El voto obligatorio fuerza a los partidos políticos y a sus candidaturas a dejar de hablarle exclusivamente a sus tribus movilizadas, porque éstas pasan a ser menos relevantes cuando la participación electoral compromete a toda la ciudadanía. Los obliga a orientar sus discursos y sus acciones en la búsqueda de sintonizar mejor con las preocupaciones de la gente común, a desarrollar un lenguaje comprensible y desechar la jerga que acomoda a su público militante, a que sus prioridades programáticas no obedezcan exclusivamente a sus definiciones ideológicas, sino también a las preocupaciones y anhelos concretos de la gente.

Las obligaciones legales son tales si su incumplimiento conlleva alguna sanción. Por eso la reforma constitucional de 2022 que estableció el voto obligatorio mandató a los colegisladores a fijar en la ley orgánica multas que desalienten excluirse de las decisiones nacionales no votando.

Las expresiones de este debate me avergüenzan. Unos rasgan vestiduras por aquello a lo que se resistieron durante décadas y otros reemplazan sus convicciones por sofismas argumentales, ambos transparentando con obscenidad sus intereses electorales de corto plazo. Tengo la esperanza de que la política recupere su dignidad y el gobierno juegue su rol para que el Congreso cumpla el mandato constitucional que estableció la reforma que consagró el voto como un deber cívico. Lo contrario sería un retroceso inexcusable para nuestra democracia.

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