Mayo 2, 2025

Entre la nada y el status quo: tres años sin política laboral. Por Tomás Rau

Profesor titular UC y Visiting Scholar Columbia Business School

La autoridad insiste en que “no hay crisis laboral”, como si repetirlo bastara para que desapareciera. Pero tal vez tiene razón: no estamos en crisis, porque el estancamiento ya no es una anomalía, sino el nuevo equilibrio.


A propósito del Día Internacional del Trabajo, los datos de empleo publicados recientemente por el INE no dejan espacio para eufemismos: el mercado laboral chileno sigue estancado en niveles alarmantes. A nivel nacional, la tasa de desocupación se mantuvo en un 8,7% durante el trimestre enero-marzo de 2025, exactamente igual a la de hace un año. En la Región Metropolitana, donde se concentra buena parte de la actividad económica del país, la tasa llegó a un preocupante 9,4%, con las mujeres soportando una carga aún más pesada: 9,6% frente al 9,2% de los hombres.

La situación es aún más grave entre los jóvenes. El desempleo para el grupo de 18 a 24 años alcanzó un abrumador 21,9%, y entre las mujeres jóvenes, la cifra asciende al 26,3%. Todo esto bajo un gobierno que se autoproclamó como “feminista” y cuyo discurso sobre igualdad parece haber quedado en palabras.

Lamentablemente, el diagnóstico no se limita a un mal trimestre o año. En realidad, estamos frente a un estancamiento persistente. La tasa de ocupación nacional se sitúa en 57%, igual que hace doce meses, y lejos del 58,2% registrado antes de la pandemia. Recuperar esa brecha implicaría generar alrededor de 205 mil empleos adicionales. Cinco años después del inicio del COVID-19, mientras la mayoría de los países latinoamericanos ya lograron recuperar sus niveles de ocupación pre-pandemia, Chile sigue atrapado en el pantano del desempleo y la inactividad.

Durante los últimos doce meses no ha habido avances significativos en otras dimensiones del empleo. No solo la tasa de desempleo se mantiene en 8,7%, y la ocupación en 57%, sino que la participación laboral también quedó congelada en 62,4%. Si bien el número de ocupados aumenta marginalmente, también lo hacen los desocupados. Y, a pesar de que nos quieran convencer de que el país crece, hoy hay más desempleados en Chile que hace un año.

Pero la falta de progreso no es un accidente. Es el resultado de una mera administración del status quo en materia laboral, no de una política activa. La autoridad insiste en que “no hay crisis laboral”, como si repetirlo bastara para que desapareciera. Pero tal vez tiene razón: no estamos en crisis, porque el estancamiento ya no es una anomalía, sino el nuevo equilibrio. El discurso oficial parece haber internalizado que el 8,7% de desempleo es “normal”, que dejó de ser una urgencia y se volvió parte del paisaje.

Mientras tanto, el gobierno niega que el alza del salario mínimo haya tenido efectos negativos. Sin embargo, el propio Banco Central —que nadie podría dudar de su independencia— estimó que esa medida redujo el empleo formal en un 4,8% en empresas que pagan sueldos en torno al mínimo, pese al subsidio a las Mipymes que se extendió hasta abril de 2025.

La CUT y el Gobierno acordaron elevar el salario mínimo a $529.000 en mayo y a $539.000 en enero de 2026. Aunque esto se aleja del 12% de reajuste que proponía la multisindical, sigue representando un alza relevante, especialmente en un contexto de informalidad persistente y una desocupación estructural que no cede.

No hace falta ser economista (de apellido compuesto o descompuesto) para entender las consecuencias: con una economía estancada, un mercado laboral frágil y una informalidad que no retrocede, un aumento de esa magnitud en los costos laborales es simplemente kerosene sobre el incendio. Y eso sin considerar los aumentos adicionales ya en curso, como la cotización del 6% por la reforma de pensiones (ya aprobada) y la probable nueva cotización si prospera el proyecto de sala cuna universal.

En este contexto de desempleo crónico y precarización, la ausencia de una política de capacitación laboral es aún más incomprensible. Mientras la inteligencia artificial reconfigura aceleradamente las habilidades demandadas en el mercado, Chile sigue atrapado en un modelo de capacitación obsoleto e ineficiente, centrado en un SENCE que arrastra décadas de críticas por su escaso impacto. Lo constatamos en la Comisión Larrañaga, de la cual formé parte, donde se documentó con claridad que la capacitación pública no contribuía significativamente a mejorar la empleabilidad ni los salarios.

Esa evidencia está disponible desde hace más de una década. Pero nada se ha hecho. No hay rediseño, actualización tecnológica ni visión estratégica. Y si el SENCE sobrevive por inercia, la educación pública, por su parte, ha sido objeto de una destrucción sistemática, sin capacidad efectiva de formar capital humano pertinente para los desafíos actuales. Así, Chile enfrenta la automatización del empleo con herramientas del siglo pasado.

El problema no es solo económico, también es político. La desconexión entre el discurso y la acción ha sido una constante en los últimos tres años. Llegaron al poder con grandes promesas de transformación, pero sin una hoja de ruta clara para enfrentar los desafíos del mercado laboral. Temas como crecimiento, empleo y productividad han estado ausentes de la narrativa. El resultado está a la vista: escaso o nulo avance en generación de empleo, informalidad que se mantiene alta, creciente precarización y una clase trabajadora que ve cómo las expectativas de cambio se diluyen con el tiempo.

Chile merece algo mejor. Pero para lograrlo, hay que empezar por reconocer que estos tres años han sido tres años perdidos. Y que en materia de empleo, la promesa se convirtió en retroceso.

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