¿Cuántas veces hemos escuchado, frente a un escándalo público, a la autoridad de turno salir a tranquilizar a la audiencia afirmando que “en Chile las instituciones funcionan”? Por lo tanto, no es necesario preocuparse, hay que dar tiempo para que éstas hagan su trabajo, determinen responsabilidades, impongan sanciones y establezcan caminos a seguir para que -sea lo que sea que haya sucedido- no vuelvan a ocurrir. Con el caso Monsalve, el “hay que dejar que las instituciones funcionen” se repite como un mantra, que nos ha terminado de convencer que, si hay algo de que en Chile funciona, son “las instituciones”.
¿Pero es tan así?
Primero, es importante recordar el rol clave de las instituciones. Frente a la pregunta que, desde la publicación de La riqueza de las naciones los economistas nos hemos venimos haciendo -sobre por qué algunos países crecen y alcanzan un mayor nivel de desarrollo y bienestar social, mientras otros no, ha habido muchas tesis.
Desde el rol del clima (los países con climas fríos crecen más que los tropicales), la religión (protestantes más que los católicos), la presencia o no de recursos naturales (los países con muchos recursos crecen menos), entre otros. Actualmente, el diseño institucional -tanto en el ámbito político como económico- parece ser el factor que mejor explica esta diferencia. El trabajo de Acemoglu, Robinson y Johnson sobre la importancia de contar con un marco de instituciones inclusivas versus extractivas les valió el reconocimiento del Premio Nobel de economía este año.
Parece caído del cielo, dada la especial atención que los autores han puesto al caso de Chile. Para ellos, un marco “extractivo” no tiene nada que ver con cómo lo entiende la izquierda. No se refiere a un país que aprovecha sus ventajas competitivas para extraer recursos naturales. Un país con instituciones “extractivas” es aquel donde unos pocos grupos concentran el poder para “extraer” la riqueza del resto de la nación, ya sea mediante la captura del Estado, el elitismo, la falta de oportunidades, etc.
En estos países, tanto el poder económico como el político tienden a estar concentrados, el Estado de derecho es débil, los derechos de propiedad no están bien garantizados, la justicia es corrupta o poco independiente, y hay poca innovación, inversión y movilidad social.
Por el contrario, los países con instituciones inclusivas son aquellos que promueven que tanto el poder político como económico pueda ser compartido por la mayor parte de la población. Hay un sistema político transparente, justicia independiente, baja corrupción, altos niveles de rendición de cuentas por parte del sistema político, y contratos que se respetan. Todo esto fomenta la certidumbre, la innovación e inversión. Desde el punto de vista económico, se incentiva el mérito, hay apertura a la educación de calidad, los mercados son libres de interferencia corporativistas, etc.
La tesis central es que, en ambos casos, las instituciones políticas con las económicas se refuerzan mutuamente, lo que hace muy difícil romper el círculo de retroalimentación entre ellas. En un caso, es un círculo vicioso, y en otro, uno virtuoso. Así que, en ambos casos, “las instituciones funcionan”. Sólo que, en uno, lo hacen mal, logrando objetivos indeseables como perpetuar la pobreza y la desigualdad, mientras que en el otro pueden conducir al desarrollo. ¿La diferencia? Pues radica, básicamente, en decisiones de índole política.
¿Dónde estamos entonces en Chile? El Estado, durante el período entre 1990 y 2013, tuvo un éxito tremendo: con pocos recursos -gastaba en promedio un 19% del PIB- logró reducir los índices de pobreza del 56% al 13% (medidos como porcentaje de la población que recibe menos de US$6,85 diarios, según metodología del Banco Mundial) y mejorar la distribución del ingreso, medida por el índice de Gini, que pasó de 57 a 46,8 puntos. Esto, a pesar a que el sistema tributario y de transferencias hace mal su trabajo, mejorando la distribución en sólo un 7% tras la intervención del Estado. Sin embargo, desde 2014 a 2023, expandimos el gasto a un promedio del 25% del PIB -casi US$19.000 millones más al año- y las mejoras han sido menores.
Por otro lado, el sistema político, que durante los 90’ avanzó “en la medida de lo posible”, con una transición a la democracia aún frágil y amenazada, fue mucho más exitoso en términos de movilidad social y política que desde 2014 a la fecha, pese a los grados de libertad con que contó tras las reformas constitucionales de 2005.
Hoy, las mayores preocupaciones de la población son la seguridad frente a la delincuencia, el crimen organizado y el narcotráfico. Las principales demandas sociales están relacionadas con la provisión de salud adecuada -y más de 44.000 personas mueren cada año esperando atención por parte del Estado- y una educación de calidad -3 de cada 5 niños no tienen comprensión lectora básica ni pueden realizar las cuatro operaciones aritméticas al terminar 4° básico.
Pese a gastar como nunca, generaciones enteras están siendo privadas de este derecho debido a la captura gremial tanto de la salud como de la educación pública. El sistema político es incapaz de reformarse a sí mismo porque los incumbentes protegen sus intereses. El Poder Judicial se defiende de las acusaciones de amiguismo o corrupción, ¡oh herejías! Y así la lista se extiende, tema sobre tema.
El padre de la economía institucional y premio nobel, Douglas North, llama a esto “la dependencia de la trayectoria”. No es más que el fenómeno en el cual una sociedad puede quedar atrapada en una estructura institucional ineficiente ya sea porque es muy caro cambiar o porque está capturada por quienes detentan el poder.
Estos equilibrios solo se rompen de manera radical. Populismo radical. Violencia radical. Ruptura institucional radical. O nuevos liderazgos políticos con propuestas honestas radicales. ¿Qué puede ser más honesto que declarar que no hay plata? ¿Qué es necesario reducir el gasto? ¿Qué el “caiga quien caiga” es en serio? ¿Qué mercados abiertos son mercados abiertos sin pitutos ni amigos del “colegio” de o del “club”?
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