A riesgo de ir contra la corriente, quisiera aquí hacer un elogio de la política representativa; esa cuya legitimidad las encuestas nos dicen que está por los suelos, tanto por los problemas de mediación de los partidos como por la incapacidad de algunos de sus líderes de dar con un diagnóstico certero sobre el origen de nuestra crisis.
Cada día me convenzo más que el dilema al que nos enfrentamos no es tanto entre democracia y autoritarismo (aunque algo de ello se percibe también en el ambiente), sino entre política y antipolítica, es decir, entre los que creen que las diferencias deben resolverse oyendo a la contraparte en los campos de deliberación institucional y aquellos que sostienen que la “voz de la calle” (en palabras de la izquierda) o de la “gente” (en las de la derecha) tiene un mayor peso específico que el diálogo representativo. A pesar de sus diferencias, ambos sectores comparten algunas características. Veamos.
La violencia radical comenzada el 18 de octubre de 2019 fue un parteaguas en nuestra convivencia: a pesar de que millones de personas fueron afectadas por el incendio simultáneo de siete estaciones de Metro y otras acciones similares, una parte relevante de la izquierda hoy agrupada en Apruebo Dignidad consideró dichos acontecimientos como una suerte de partera del “nuevo Chile”.
La inevitabilidad de la violencia octubrista absorbió, en otras palabras, a muchos de los opositores del mentado “modelo” e incluso no faltaron las comparaciones entre Pinochet y el expresidente Piñera. En efecto, portando una retórica culposa por no haber combatido contra la dictadura (la mayoría de ellos nació después de 1990), los jóvenes de la nueva izquierda inventaron su propia lucha antiautoritaria.
Además de simplona e históricamente extemporánea, esa comparación abrió paso a una justificación inaceptable de la violencia, la que, siempre en nombre del “pueblo”, se intentó legitimar mediante ataques contra un presente supuestamente oscuro y opresor. A diferencia de otros casos parecidos en Latinoamérica, de la “revuelta” chilena no surgieron grandes líderes populistas. Sin embargo, al ser el “pueblo” concebido como el titular o el depositario de la “dignidad”, la violencia devino en una práctica utilizada y legitimada por muchos.
Octubre tuvo, no obstante, su némesis en noviembre. Fue allí, en la noche del 14 al 15, que se sentaron las bases del que es sin duda el acuerdo de mayor envergadura que se ha firmado en Chile desde 1990. Unos días antes, el 12 de noviembre, la antipolítica había demostrado una vez más toda su radicalidad: iglesias quemadas, plazas destrozadas, manifestaciones contra todo aquel que no bailara al ritmo de la violencia callejera.
Así y todo, nuestros representantes en el Congreso (con el apoyo del Ejecutivo) dibujaron una salida institucional que pocos esperaban, pero que con el paso del tiempo permitió que las fuerzas políticas se sentaran a conversar sobre el futuro. Ese fue el principio del proceso constituyente.
Como era de esperarse, los polos que separan el espectro no dudaron en oponerse al acuerdo: mientras la ultraderecha lo entendió como una capitulación, la extrema izquierda -encabezada por el PC- lo consideró una traición al “movimiento social”. La miopía de ambas posiciones saltaría, no obstante, rápidamente a la vista: en el plebiscito de entrada los sectores del rechazo fueron fuertemente castigados por no aquilatar el verdadero significado del 15 de noviembre. Los segundos recibieron un castigo similar en el plebiscito de salida, cuando el electorado votó masivamente en contra del proyecto refundacional de la Convención.
Hoy, a cinco semanas de esa elección, nos enfrentamos a una disyuntiva similar a la del 15 de noviembre: por un lado, están los que creen que aquí nada ha pasado y que todavía es conveniente y necesario tirar por la borda nuestra tradición constitucional, tal como hicieron muchos convencionales. Por otro, tenemos a quienes sostienen que las cosas volverán a su curso normal pues así lo declaró la “gente” cuando rechazó el trabajo de la Convención. El voluntarismo de ambas posiciones es evidente: ni unos ni otros son dueños del 80% de la entrada ni del 62% de la salida.
Es precisamente en estos momentos que se necesita memoria histórica y espesor político, pues, de lo contrario, terminaremos presos del presente y subsumidos en la antipolítica. El gobierno debe gobernar y ocuparse de las urgencias y demandas de una ciudadanía cansada del narcotráfico, el terrorismo en la Araucanía y las carencias materiales de la vida. Pero eso no quiere decir que otros espacios de representación, como el Congreso, puedan desatenderse del proceso constituyente.
El diálogo constitucional hay que cerrarlo de una vez y ojalá por un buen tiempo. Vivir en paz pasa, también, por entender que el futuro depende de cuánto estemos dispuestos a hacer hoy.
Así, pues, dejemos que la democracia representativa vuelva a sorprendernos con un acuerdo sólido y maduro. Dejemos, en fin, que la política se imponga a la violencia y a las miradas de corto plazo que no quieren ni pueden ver más allá de sus respectivas cámaras de eco.
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