El síndrome Juan Gómez Millas. Por Rafael Gumucio

Escritor y columnista

Da la impresión que este es el verdadero objetivo de la protesta: hacerse ver por la autoridad, molestar al claustro, tomarse la universidad en el sentido de bebérsela. Quieren sentir que la universidad es suya, sin saber muy bien qué harían con esa súbita posesión. No tienen plan, nadie les ha dicho que lo tienen que tener, saben solo lo que no quieren. Mayo del 68 soñaba con “Prohibir Prohibir”. Este lema ha sido cambiado por “Prohibir permitir” o peor aún “Prohibir no prohibir”.


Estudié en Juan Gómez Millas en los años 90. Recuerdo algunos ramos y profesores, casi todos excelentes. Recuerdo igualmente el ambiente sanamente masónico de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile. Recuerdo también los interminables torneos de ping pong que solo interrumpían los días, semanas y meses del joven combatiente. Celebraciones de la Revolución Cubana, Chilena, Rusa, o simples tomas sin petitorio claro. Eventos que los profesores, que también se habían tomado la universidad cuando eran estudiantes, soportaban con una paciencia digna de mejores causas.

Una vez llevaron a un dirigente estudiantil de los 80 a hablar con “los cabros”. Fue un dialogo de sordos, como casi todos los que se sostenían en el “verde bosque”, explanada de pastos y experimentos biológicos que proveía la vecina Facultad de Ciencias.

El dirigente de los 80 había vivido la dictadura que lo había golpeado y torturado lo suficiente para no añorarla. Los alumnos, al revés, seguían mentalmente en dictadura, ansiosos que alguien los reprimiera lo suficiente, para poder contárselo a la polola o pololo. Cabreados justamente por la comprensión a toda prueba de esos profesores a los que más temprano dejaban sin oficina, quemando también, cuando se podía, el mobiliario de las salas de clase o, en su defecto, los autos estacionados en la entrada del campus.

Nunca llegaron, sin embargo, al grado de marcar como ganado a quienes entraban al campus. Ni menos pedir la expulsión de un profesor por pertenecer a alguna de las comunidades étnicas, una de larga y rica tradición en Chile. Comunidad étnica que, en su gran mayoría, salió arrancado de países donde los marcaban con una estrella amarilla, y les prohibían trabajar en alguna universidad, para luego exterminarlos en masa en una verdadera cadena industrial.

Comparar el horror que viven en Gaza miles de civiles con la industria del asesinato que los nazis comendaron en su imperio, es otra de las exageraciones irresponsables que se han hecho moneda corriente en estos tiempos. Por lo demás, comparar lo incomparable no disminuye la indignación que es imposible no sentir ante los bombardeos en Palestina. Bombardeos a los que la acampada en la Universidad de Chile no logrará espantar ni un poco, como no lo han hecho acciones similares en las principales universidades norteamericanas.

La total incomprensión de lo que pasa en los territorios ocupados y los otros, es casi imposible de perdonar en personas que se supone estudian en la universidad. Pero pareciera que este fuera justamente su objetivo: ignorar, cada vez más, todo lo que no quieren comprender. Ignorancia que les permite sentir con más ganas.

De ahí la violencia inevitable, porque sentir es violento, más aún cuando no se sabe muy bien lo que se siente. Los jóvenes que acampan en la Casa Central de la Universidad de Chile, soñando que esta se convirtiera en una universidad Palestina no saben que muchas de sus manifestaciones, gustos, aficiones e identidad sexual estarían prohibidas en su soñada universidad palestina. Que ahí no los dejarían al menos exhibir una pancarta en que la rectora de su casa de estudios, que seguro no sería mujer, esté a punto de besar a Yahya Sinwar.

La valiente firmeza con que Rosa Devés ha defendido el sentido y razón de ser de su institución, la posiciona entre los grandes rectores de esa casa de estudio. No se puede decir lo mismo de muchos de sus profesores, secuestrados por un entusiasmo generacional que ya no les corresponde, dejando que señalen con el dedo a sus compañeros, eliminando cualquier complejidad en un conflicto que es, cualquier cosa, menos simple.

El más noble de los instintos lleva a estar del lado de las víctimas. Los niños, jóvenes y adultos que mueren bajo las bombas de uno de los ejércitos más poderosos del mundo son, evidentemente, las víctimas de este conflicto. Pero los victimarios son muchos más que los “colonos” judíos.

En esta lista está, por cierto, Hamas, que no ha dejado ni un minuto de desear que más y más de su gente muera, como también todos los países vecinos que hacen lo mínimo posible para evitar que estas muertes sigan ocurriendo. Países, casi todos, que nacieron, como Israel, de la fértil imaginación colonial de los ingleses, con la ventaja para los adictos a los eslóganes de ser pobres y subdesarrollados, cosa que Israel, gracias a que cumplió como ningún otro país el programa de la izquierda no marxista que la vio nacer, no es.

Es algo que tampoco se le perdona a los judíos: que sea el único lugar en que las ideas del Frente Amplio tuvieron éxito. Claro que al precio de miles de muertos, que la derecha israelí ha multiplicado en una absurda carrera donde el fanatismo se mezcla con el cinismo. Nada de eso, sin embargo, parece interesarles a los que acampan desalojando a representantes de Ucrania e insultando a profesores que se atreven a preguntar ¿Qué hacen aquí?

Da la impresión que este es el verdadero objetivo de la protesta: hacerse ver por la autoridad, molestar al claustro, tomarse la universidad en el sentido de bebérsela. Quieren sentir que la universidad es suya, sin saber muy bien qué harían con esa súbita posesión. No tienen plan, nadie les ha dicho que lo tienen que tener, saben solo lo que no quieren.

Mayo del 68 soñaba con “Prohibir Prohibir”. Este lema ha sido cambiado por “Prohibir permitir” o peor aún “Prohibir no prohibir”.

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