El recientemente publicado reporte del PNUD es el borrador del nuevo programa de gobierno del oficialismo. Más que un reporte imparcial, técnico y disponible para ser adoptado como hoja de ruta a nivel de Estado, es un documento ideológico construido sobre un diagnóstico disputado, que ofrece soluciones que solo un sector político está en condiciones de ofrecer.
La primera falacia está en el título (“¿Por qué nos cuesta cambiar?”), que implícitamente sugiere que los cambios necesariamente desembocan en resultados positivos y explícitamente sugiere que el cambio es necesario. Claramente, ninguna de las dos cosas es un hecho.
A estas alturas debería ser evidente que el cambio no es algo inherentemente positivo. El cambio no siempre es para mejor. Ni el estallido social, que trajo consigo un proceso constitucional refundacional, ha traído resultados positivos, ni el cambio de gobierno, que trajo al elenco político más joven y más de izquierda que se haya visto en los últimos 50 años, han traído resultados positivos. De hecho, objetivamente, el país está peor que antes precisamente debido a estos cambios.
Por lo demás, no hay algún indicio de que el cambio sea algo prioritario para los chilenos. A pesar de que esta noción está en el título y fundamenta el estudio, no hay evidencia de que haya una demanda masiva por cambio.
El reporte cita el estallido social como evidencia de que los chilenos desean cambio. Pero la realidad es que nunca hubo una demanda masiva por el cambio constitucional que resultó de ello. Lo que sí hubo fue una plétora de pequeñas demandas, inconexas e incoherentes entre sí, que la élite de izquierda logró empaquetar como una demanda por un cambio de modelo.
Pero eso no es lo que las personas querían. Las personas querían mejorías puntuales y rápidas, pero debido a lo que les ofreció la clase política, tuvieron que apoyar un cambio estructural completo. Y, apenas pudieron, lo rechazaron. Y no solo lo rechazaron, lo hicieron con la mayor cantidad de votos jamás emitidos en una elección hasta ese momento.
Todo lo ocurrido el 4 de septiembre de 2022 está omitido del reporte, al menos de una forma que permita interpretarlo como evidencia de que las personas no quieren cambio, sino solo mejorías específicas e inmediatas.
El documento está construido desde la óptica política, diseñado por asesores de la expresidenta Bachelet, como Pedro Güell, y con el visto bueno de los monitores del presidente Boric, como Miguel Crispi. Es el desarrollo de la falacia de que Chile necesita cambios por medio de la presentación de una serie de problemas que no existen o que no son tan graves ni importantes como se propone.
Un ejemplo es cuando se sugiere que el modelo de pensiones debe ser reemplazado de fondo, a pesar de que no hay ninguna evidencia de que un cambio del tipo representaría un beneficio para los cotizantes. Se sugiere que las pequeñas mejoras puntuales han servido como detracción para mejoras significativas, pero nunca se prueba la hipótesis de que, confrontado ante un aumento real e inmediato dentro del sistema actual o un sistema más justo pero que no garantiza una pensión más alta, las personas probablemente optarían por lo primero.
Lo mismo ocurre con una serie de otros problemas sectoriales que cubre el informe que a pesar de tener soluciones inmediatas y a corto plazo, implementarlas sería prorrogar la vigencia del “modelo”, y, por lo tanto, se presentan como epitomes del problema. El asunto es que los únicos que estarían dispuestos a resolver estos problemas, de la forma y en la dirección en que son presentados en el estudio, son de un sector político en particular.
De allí que se desprende la idea de que el documento es una especie de borrador de programa político-electoral.
Otra forma de comprobar esto es observando el eje temático que se propone, que naturalmente, solo sirve a los intereses de un sector.
El estudio del PNUD propone que hay un clivaje entre la élite y la ciudadanía, siendo que no hay evidencia de que sea un problema relevante. Es verdad que hay desigualdad en Chile, y es verdad que hay una clase dominante y otra dominada, pero esa no es la razón de por qué las cosas no funcionan. De hecho, en todos los países (incluso los que tienen dictaduras comunistas) hay una clase dominante y una dominada. Por lo tanto, es irreal pretender eliminar la brecha.
Incluso si se borra o traslada la línea, tampoco significa que las cosas empezarían a funcionar mejor. Hay países con élites más dominantes que las elites de Chile y que funcionan mejor que Chile, y hay países con élites menos dominantes que las élites de Chile y que funcionan peor que Chile.
Así, se vuelve evidente que la propuesta viene de una línea de críticas políticas que busca explotar la desigualdad como mecanismo de acceso al poder.
Basta ver lo que ocurrió tras el encarcelamiento de Hermosilla para entender a quién le beneficia. Mientras que el presidente Boric asoció al abogado con los “todopoderosos”, el resto del oficialismo lo asoció con la oposición, dejándole a las personas conectar los puntos entre la élite y la derecha.
Sobra decir que la dicotomía es reduccionista, falsa, utilitaria, e incluso negligente, en tanto que no solo podría potenciar la frustración que las personas ya sienten con el sistema político, sino que además incrementar la probabilidad de que el país se suba una vez más a un carro refundacional con destino a ninguna parte.
Lejos de lo que sugiere el reporte del PNUD, el verdadero problema de Chile es la incapacidad del sistema político para canalizar, procesar y producir resultados en línea con lo que necesitan las personas.
A diferencia de lo que se deduce del estudio, no hay un problema inherente con el modelo. Por el contrario, el modelo es lo que le permitió a Chile derrotar la pobreza y alcanzar lo más alto de la tabla del Índice de Desarrollo Humano (IDH) en el contexto latinoamericano.
Paradojalmente, esto último es lo que el reporte define que como lo que debiese ser la meta.
Por lo mismo, si lo que se quiere es incrementar el IDH, lo que es urgente es comenzar a entregar resultados en línea con lo que necesitan las personas. Y para eso, es crucial abrirse a reformar el sistema político, que, por estar demasiado fragmentado, no ha logrado producir soluciones. Luego de que el sistema de partidos políticos se atomizó, no se ha hecho nada relevante para potenciar el desarrollo del país. Increíblemente, este hecho solo se toca de forma tangencial.
Ahora, si bien es correcto que hay una élite problemática, no es toda la élite (como propone el estudio), es una élite en particular, y es la elite política, que en vez de ocuparse de trabajar para las masas y producir resultados para el grueso de la población, se ha abocado a resolver las urgencias de las minorías e inventar problemas que no existen solo para prometer resolverlos después.
En resumen, el gran problema de Chile hoy es el sistema político, que por ser disfuncional ha marginado a la clase política en una cámara de eco donde los problemas de las personas pasan por un filtro que los desfigura y hace parecer cosas que no son.
Así, se entiende por qué dicen que las pensiones bajas son un problema del modelo y no del monto en pesos de las pensiones, que el deterioro de la educación es un problema del modelo y no de los efectos nocivos de la desmunicipalización, y que las filas en la salud pública son un problema del modelo y no de la mala gestión de burócratas militantes.
Así, de a poco, van quedando atrás las prioridades de las personas.
La solución a los problemas que tiene Chile no pasa por la refundación estructural, ni en su modalidad total, como propuso la primera convención constitucional, ni en su modalidad gradual, como lo propone el documento del PNUD. La solución tampoco pasa por acortar la brecha entre la élite económica y la ciudadanía, como propone el estudio. Pasa por diseñar un sistema político funcional donde los partidos se puedan vincular con la ciudadanía de una forma funcional para la canalización de demandas.
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