Hace ya un par de meses que el clima parece estar cambiando. No solo el meteorológico, sino también el social. Ya sea por desensibilización sistemática, acostumbramiento subjetivo o porque, como sostiene La Moneda las cosas objetivamente han mejorado, la ciudadanía está buscando cambiar ese humor pesimista de los últimos años por uno más esperanzador.
La delincuencia y el crimen organizado siguen ahí, al igual que la crisis migratoria y las dificultades económicas. Siguen presentes, aunque cada vez más como parte de un paisaje doloroso que difícilmente cambiará con una sola medida o una enfática cuña. Menos aún de la noche a la mañana con la varita mágica de un nuevo gobierno.
Hemos transitado lentamente del pensamiento mágico de soluciones rápidas a uno más realista. Uno que asume que tenemos problemas estructurales de larga data y que no estamos aislados del mundo. Por ahora, pareciera que dejamos de creer en soluciones mesiánicas y de corto plazo, para aspirar modestamente a detener la hemorragia y luego estabilizarnos.
Nada más y nada menos que aceptación de una realidad indesmentible e instinto de supervivencia. Un cambio de clima que viene aparejado de un nuevo estado de ánimo donde la expectativa es no seguir cayendo y empezar a mejorar poco a poco.
La deriva política de esta inflexión anímica es que la ciudadanía ya no se contenta con culpar de todo al gobierno y se cuestiona la idea de que otros gobernantes lograrían un cambio radical. Mientras, la ciudadanía mira a la oposición y, aunque quiere creerle, no le tiene mucha fe. La evalúa mal, incluso peor que al gobierno. La ve desorientada y dividida, peleando por la hegemonía y, sobre todo, hambrienta de poder, esperando su turno.
Con tan poco en la vereda del frente, el gobierno se percibe mejor y en mayor sintonía con este nuevo estado de ánimo. Esta mayor sintonía se debe en buena parte al nuevo Yo que ha buscado para sí el mandatario. Ese que surgió con más decisión cuando estratégicamente decidió desprenderse de la figura “burda” y “denigrante” del llamado perro Matapacos a principios de mayo. “Yo jamás festiné ni me hizo ningún sentido esta imagen burda del perro aquel”, dijo el mandatario.
Ese nuevo Yo presidencial, que, pese a las duras reacciones de sus fans ante la negación del icónico perro, se profundizó días después: “No es lo mismo ser activista o dirigente de una causa particular legítima, ni diputado, a ser Presidente de todos los chilenos”.
Un nuevo Yo que le ha permitido al mandatario tener más sintonía con estos brotes verdes del ánimo y contrastar con esa oposición tan pesimista, negra por momentos, que si no fuera por la expectante posición de Evelyn Matthei en las encuestas, estaría en el suelo. O aún más desafiada por los outsiders que surgen a la orden del día.
En parte gracias a la oposición, en parte por su nuevo Yo y en parte por las ganas de la sociedad de mirar más allá del agobiante presentismo, Boric parece haber encontrado un tono y un modo de “habitar el cargo” que le resultan cómodos y que son sinérgicos con la sociedad y sus ganas de esperanzarse.
Es evidente que ya no teme como antes a las asonadas opositoras que le exigen volver al país por las lluvias o despedir a su amigo embajador. Ha crecido en las encuestas, se mueve a sus anchas y se pasea por el mundo dando cátedra a los mandatarios de países desarrollados sobre democracia, derechos humanos y paz.
Más aún, habla del futuro con esperanza y pone a Chile en el centro del radar mundial como referente en la lucha contra el cambio climático desde una visión optimista que aparece como faro de esperanza en tiempos de incertidumbre local y global.
No es claro si la economía lo acompañará ni cuál es el ancho de banda que su nuevo Yo tendrá para captar este ánimo menos negativo emergente. Más fácil es imaginar que, sin duda, la oposición debería tomar nota.
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