En estos días, entre vítores y cantos, solemnes declaraciones ante instancias fiscalizadoras y sentidas despedidas, han proliferado argumentos, de unos y otros, para fundar la eventual irresponsabilidad de cada cual en la fallida compraventa de la casa de la familia Allende.
En ese contexto, se ha dicho, que las “acotadas” funciones de ciertos profesionales habrían impedido levantar las alertas. Tareas que, bajo cualquier perspectiva, se estimarían esenciales a la calidad misma de ser profesional -amen de uno que ejerce una alta responsabilidad- no serían tales debido a que el marco sería acotado.
A su turno, ese marco acotado habría sido la mismísima razón por la que no se le habría informado, a la más alta autoridad de la República de la prohibición constitucional que, porfiadamente, se inmiscuía en los planes de La Moneda. Así, no siendo advertido el presidente (pues no podía serlo por el mentado marco acotado), tampoco le cabría al mandatario responsabilidad, conforme a lo que nos dicen.
Respecto de las otras partes involucradas en la fallida transacción, el argumento es similar. Se ha hecho ver, ya sea por ellas o por sus correligionarios (con más o menos ímpetu y puños en alto) que, aun siendo estas partes personas adultas, altas autoridades de la República y de lata experiencia, no serían responsables.
Y es que tampoco habrían sido advertidas por el gobierno acerca de la prohibición constitucional expresa. Se seguiría, de la acotada labor de los asesores de la presidencia, que, si ella les impedía advertir al presidente de los riesgos de infringir la norma constitucional, menos alcanzaría para advertir a las contrapartes del Ejecutivo respecto de la misma. Al no corresponder la advertencia, no se efectuó y, entonces como ninguno de los tomadores de decisiones supo, estarían de “buena fe” por lo que no cabría reproche personal sobe ellos.
A ello se suman varios otros aderezos que abonan a la tesis de la irresponsabilidad: la trayectoria política, que califican de intachable, de la senadora y la otrora ministra, y su historia familiar, elementos que de alguna manera permitirían, a juicio de los involucrados, una indulgencia que las habilitaría para quedar por encima del imperio de la ley, exonerándolas del juicio de responsabilidad constitucional (que estiman, malagradecidamente y sin fundamento, habrían hecho algunas ministras del Tribunal Constitucional respecto de la senadora).
Pero como va quedando claro, todo este constructo, a través del cual se busca cerrar un círculo infinito de exculpaciones y en el que, al final del día, nadie responde o si responde habría sido producto de una injusticia, en realidad no cierra pues de redondo no tiene nada. Más bien, está lleno de esquinas y recovecos ilógicos, irreales e incoherentes.
Por una parte, la ley se presume conocida por todos, de manera que nadie puede alegar su ignorancia, máxime por quienes han prometido respetarla y resguardarla. Cabe recordar que es la certeza jurídica y el buen funcionamiento del Estado de derecho lo que funda esa norma expresa de nuestro marco jurídico. Además, un justo error en materia de hecho no se opone a la buena fe, pero el error en materia de derecho constituye una presunción de mala fe, que no admite prueba en contrario.
Luego, tampoco resulta plausible aquello del marco acotado para justificar la falta de advertencia y de responsabilidad pues parece de la esencia de la actividad de un profesional (y del área jurídica) el poner al tanto a su mandante de los riesgos legales y constitucionales de los encargos que éste le ha encomendado llevar a cabo, por más deseoso que se esté de que se produzcan los resultados. Y ello es así, justamente, porque el mandante confía en el profesionalismo, es decir, en la preparación temática y en la diligencia del mandatario profesional, para llevar a cabo la gestión y los encargos que se le encomiendan y que no pueden realizarse a pesar del derecho.
Por ello, lejos de blindar a su jefatura, que es lo que aparece que se intentaría hacer, en realidad este constructo abre otro flanco al presidente de la República, pues pareciera entonces que éste carece de las habilidades para elegir o, en último término, determinar con sabiduría, quienes deben conformar el equipo de asesores llamado a resguardarlo a él, las instituciones de la República y la Carta Fundamental que se comprometió a respetar. Se trataría de aquello que en el derecho civil se denomina culpa in eligendo y que lejos de exculparlo, lo responsabiliza.
Representar el problema y no callarlo era y es un deber profesional, que correspondía ejecutar. Conocido es que estas representaciones no le resultan cómodas al mandatario. Basta recordar la reprimenda pública que le propinó a su encargada de comunicaciones en la polémica conferencia de prensa en la que, por más de 50 minutos, se explayó sobre el caso Monsalve mientras ella, en un acto de diligencia cuasi desesperada, le pedía concluirla.
Pero el Estado de derecho no es cuestión de gustos, ni de lo que resulta cómodo o no. Es todo lo contrario. Tampoco es cuestión de temores reverenciales, por más que puedan generarse y sentirse. En uno y otro caso, quienes aceptan la grandeza y privilegio que implican ciertas posiciones, deben comprender sus responsabilidades, sobre todo cuando la discrepancia entre la norma constitucional y lo obrado no solo era manifiesta y evidente, sino que además era esencial y clara. Por acotada que sea una función, si a ella se les escapa lo esencial entonces de qué sirve.
Por cierto, la mala praxis o deficientes decisiones de unos, no exculpan ni liberan de responsabilidad a los otros involucrados que también estaban en posición de poder advertir, sin mayor complejidad, los problemas por sí mismos. Escapar de ella, escudándose en lo que no hicieron otros, o en sentimentalismos o trayectorias, no es grandeza sino todo lo contrario.
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