Las consecuencias de corto, mediano y largo plazo de los actos violentos que se disfrazan de revolucionarios suelen caminar por carriles o niveles paralelos. Ocurre en las revoluciones (esas con R mayúscula, como la Francesa, la Mexicana o la Rusa), aunque también en acciones que, si bien no son suficientemente profundas para cambiar el régimen político hasta ahí conocido, provocan un descalabro en la convivencia de quienes las experimentan. En estas últimas se insertan las conductas de los octubristas chilenos.
En efecto, aun cuando no me parece que el estallido social de 2019 pueda ser calificado como una Revolución, algunas de sus características sin duda se le asemejan. La violencia callejera que se desató en Santiago, y que pronto fue replicada en otras ciudades, se expresó en barricadas, incendios y combates cuerpo a cuerpo, es decir, en prácticas que suelen ser calificadas como revolucionarias. Si se trata de cuantificar el número de actos vandálicos de los octubristas, la comparación con las revoluciones nombradas arriba no se queda corta ni es antojadiza.
El comienzo de la salida a la crisis del 18-O se dio, con todo, desde y para la institucionalidad conocida, lo que difícilmente sucede en las revoluciones. El Acuerdo del 15 de noviembre de 2019 fue la primera derrota de quienes legitimaron y justificaron la violencia, al punto de que el PC se negó a firmarlo aduciendo que se trataba de una “traición al movimiento social”. Derrota que, sin embargo, no se manifestó en una disminución de la violencia sino hasta marzo de 2020, cuando el COVID hizo su entrada en escena.
Tenemos, pues, que el estallido produjo dos consecuencias de corto plazo muy distintas entre sí: por un lado, la violencia política se tomó la cotidianeidad de las grandes urbes chilenas. Pero, por otro, la política representativa resucitó de las cenizas para canalizar un malestar que amenazaba con desbordarlo todo. Desde entonces, la búsqueda de soluciones institucionales a problemas estructuralmente complejos recibe el nombre de noviembrismo.
Los efectos del estallido van, no obstante, mucho más allá de estas implicancias de corto plazo.
El plebiscito de entrada de octubre de 2020, la posterior modificación de las reglas electorales para elegir a los convencionales, la elección de constituyentes en mayo de 2021 y el comienzo del trabajo de la Convención son todos eventos con consecuencias de mediano plazo. Lo interesante (al menos analíticamente) es que en ellas sobresalen expresiones tanto octubristas como noviembristas; las primeras representadas por la Lista del Pueblo, las segundas en los intentos (infructuosos) del eje que se formó en torno a unos pocos convencionales de centroizquierda y centroderecha.
Por su parte, las repercusiones de largo plazo del estallido comenzaron a sentirse a partir de las primeras discusiones sustantivas aprobadas por el pleno de la Convención (febrero/marzo de 2021). Principios ajenos a nuestra tradición constitucional -como la plurinacionalidad, el pluralismo jurídico, el Estado regional o el bicameralismo asimétrico-, junto a la arrogancia galopante de muchos de los exconvencionales de izquierda, fueron resistidos con fuerza por la ciudadanía, la que semana tras semana fue mostrando su descontento con la pulsión refundacional del octubrismo. Esa que se había negado a participar del Acuerdo, pero que ahora decía ser la única representante del pueblo y de la soberanía popular.
Pues bien, fue ese mismo pueblo el que dijo que No en el plebiscito de septiembre y ello por razones que, según la última encuesta CEP, tienen directa relación con las consecuencias de la violencia para la estabilidad política y económica del país. El gobierno de Gabriel Boric creyó que jugárselas por una Constitución que recogía muchas de las demandas octubristas no tendría efectos de largo plazo. Estaban equivocados: no sólo la propuesta de la Convención afectaba la economía (tercera razón por la cual los chilenos y chilenas votaron Rechazo, según la encuesta), sino que la justificación de las marchas como forma de protesta bajó un 21% respecto a diciembre de 2019.
La muestra del CEP arroja asimismo un aumento significativo en la popularidad de la PDI, Carabineros y las Fuerzas Armadas, a lo que se suma que sólo un 24% apoya al gobierno (es decir, el Presidente no ha ganado adherentes desde la elección de primera vuelta) y que ministros que le hicieron “ojitos” al octubrismo, como Giorgio Jackson, son los que más bajan respecto de la medición de abril-mayo. Menos mal para Boric que la encuesta terminó su trabajo de campo el 18 de diciembre, cuando todavía no se embarcaba en el viaje irresponsable de los indultos.
Ahora bien, aun cuando es destacable que después de tres años de incertidumbre el octubrismo esté en franca retirada, hay algunos aspectos de la encuesta que no son tan felices, aunque uno podría conjeturar que ellos se deben a las propias irresponsabilidades de los cultores y defensores del octubrismo.
El más preocupante es el descenso de la legitimidad de la democracia: si hace quince meses el 61% de los encuestados creía que la democracia era preferible a cualquier otro sistema de gobierno, hoy su valoración llega sólo al 49%. El 19% de los entrevistados, en tanto, considera que “en algunas circunstancias un gobierno autoritario puede ser preferible a uno democrático”, mostrando un alza de seis puntos desde mayo de 2022.
Me pregunto si estos datos no son acaso la consecuencia inevitable de la anomia constante, de la crítica sin cuartel a los “30 años” y de la desconsideración que en general ha mostrado la administración actual por materias relacionadas con el crecimiento económico y la seguridad. El agotamiento de la ciudadanía muestra que, más allá de la veta romántica del octubrismo, la violencia callejera tiene efectos materiales, sociales y políticos en extremo perniciosos.
La democracia enfrenta demasiados enemigos para dejarla abandonada a su suerte. Defender el Estado de derecho es a estas alturas un piso mínimo ante la deriva autoritaria y populista que nos amenaza desde las sombras. Boric y su círculo de hierro harían bien en tenerlo en mente.
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