Tres muertos y varios heridos graves era el balance, hasta la noche del sábado 25, del ataque a balazos efectuado, desde una camioneta, por dos personas en contra de un grupo que se encontraba en un predio agrícola de la localidad de Hualpi, comuna de Teodoro Schmidt, en La Araucanía. El origen sería la disputa de tierras. Un crimen tan alevoso como este muestra cuánta violencia se ha acumulado en la zona y cuán lejos ha llegado la degradación de la legalidad.
Las ocupaciones de tierras, los robos de madera y de cosechas, los atentados incendiarios son pan de cada día. Tantos son los delitos impunes que, al parecer, se va extendiendo el criterio de que hay que tomarse la justicia por propia mano. O sea, la ley de la selva.
El Presidente y sus ministros se han demorado demasiado en reconocer la naturaleza del drama de la Macrozona Sur. Quedó en evidencia al tratar de quitar relevancia al hecho de que, por lo menos, el 40% de los incendios de estas semanas han sido provocados intencionalmente. Han esquivado también las evidencias sobre la intervención de los grupos dedicados al terrorismo y el bandolerismo. Se trata del choque entre la realidad y la visión ideologizada de las izquierdas sobre lo que allí ocurre.
Mientras estuvieron en la oposición, el Frente Amplio, el PC y el PS eran “comprensivos” con la violencia, y describían los atentados incendiarios como expresión de un supuesto conflicto entre el pueblo mapuche y el Estado chileno. Hasta hace poco, hablaban de Wallmapu y de “desmilitarizar la Araucanía”. Lo peor de todo fue, por supuesto, que ayudaron a redactar un proyecto de Constitución tributario del populismo indigenista, cuyos activistas descubrieron el negocio político de presentarse como cobradores de las deudas de cinco siglos. No hemos olvidado que los partidos que gobiernan con Boric estuvieron dispuestos a segmentar racialmente a Chile.
Ha sido muy alto el costo de las cobardías frente al foco político-delictual del sur, el cual ha crecido al punto de representar hoy la más grave amenaza para la paz interna y la vida de miles de compatriotas. En La Araucanía y el Biobío han tenido lugar múltiples tropelías y las izquierdas han sostenido hasta ayer que todo aquello era manifestación de “la justa causa mapuche”.
Nada ha causado mayor daño a las familias mapuches en estos años que la acción desquiciada de grupos que roban y queman en nombre de supuestas motivaciones ancestrales. Numerosos trabajadores forestales de ascendencia mapuche han sufrido agresiones directas. En amplias zonas de La Araucanía se ha extendido el método inmoral de la extorsión a mapuches y no mapuches, que aplican quienes se han convertido en delincuentes de jornada completa.
El libro “Chem Ka Rakiduam. Pensamiento y acción de la CAM”, publicado en 2019, despeja cualquier duda respecto de lo que ha representado ese movimiento, cuya acta de nacimiento se remonta al 1 de diciembre de 1997, cuando sus integrantes quemaron tres camiones en Lumaco (precisamente, una de las comunas más afectadas por la devastación de este año). El libro resume la historia de la CAM, varios relatos sobre las acciones de los Órganos de Resistencia Territorial (ORT), además de varias entrevistas a Héctor Llaitul.
“Con el nacimiento de la CAM –dice el libro-, la lucha por el territorio y la autonomía se vuelve una plataforma necesaria para alcanzar la Liberación Nacional Mapuche, a través del control territorial y de la participación más amplia del mundo mapuche, que este se transforme en un conflicto real y con perspectivas para la reconstrucción de la Nación Mapuche (…) La CAM a través de los sucesos de Lumaco define conscientemente lo que sería su praxis política. Si bien tal praxis fue madurando con el pasar de los años, singularmente esta se convirtió en un elemento distintivo de otras organizaciones mapuche existentes y predecesoras en dos sentidos específicos; por un lado, descartando de manera contundente la vía institucional y diplomática, opciones políticamente poco factibles para pensar y construir el camino hacia la liberación nacional y, por otro, posicionando la violencia política como un eje central de la táctica organizativa”.
Aunque algunos caracterizan a la CAM como un movimiento etnonacionalista, el libro está escrito en la “lengua de madera” que usaba la vieja izquierda castro/guevarista y que identificó a los movimientos guerrilleros de los 60 y 70 en América Latina, protagonistas de desastrosas derrotas. Llaitul viene de esa matriz, pues fue miembro del MIR y del FPMR en los años 80 y 90. Más tarde, descubrió las potencialidades de la raza para hacer la revolución, siguiendo las pautas de las FARC, la narcoguerrilla colombiana.
Los redactores del libro son, a todas luces, universitarios intoxicados de ideología, creyentes en una especie de fundamentalismo anticapitalista, o de arcaísmo precapitalista incluso, lo que les sirve para describir el horizonte ilusorio de una nación mapuche (“Una sola sangre”, fue el lema de un acto de Llaitul en Santiago, el año pasado). Para la CAM, el enemigo principal son las empresas forestales, pero se opone también a lo que llama “el neoliberalismo” (pura coincidencia, por supuesto, con la retórica de la izquierda gobernante).
El gobierno no puede cruzarse de brazos ante la posibilidad de que se termine imponiendo la ley del más fuerte en el sur. Los gestos de apaciguamiento solo han servido para darles alas a las bandas armadas. El Presidente, la ministra del Interior y la ministra de Defensa tienen la responsabilidad insoslayable de definir una estrategia orientada a desarticular a esas bandas y asegurar el monopolio de la fuerza por parte del Estado. Es indispensable terminar con la impunidad y sostener la legalidad a toda costa.
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