La crisis que vive la Corte Suprema preocupa a todo el país. El debilitamiento de su autoridad perjudica gravemente las bases del sistema de administración de justicia y, consiguientemente, el Estado de Derecho. Será decisivo que la propia Corte actúe con rigor para investigar los actos que se les imputan a 4 ministros, con el fin de aplicar las medidas de corrección o las sanciones que correspondan.
El máximo tribunal tendrá que cuidar especialmente los procedimientos, de modo que su propia actuación ilustre a la sociedad respecto de cómo entender el Derecho. Sobrevendrá necesariamente un debate sobre posibles cambios al sistema de nombramientos de los miembros de la Suprema, pero eso requerirá tiempo, además de buen criterio. Hay que tratar de que el remedio no resulte peor que la enfermedad. Necesitamos jueces imparciales, probos, que resistan las presiones y procedan con celo jurídico.
Por desgracia, la campaña electoral no favorece el examen sereno del asunto. No son pocos los diputados excitados ante la oportunidad de mostrarse como justicieros implacables ante las cámaras de TV. Algunos, incluso, no ocultan su intención de ganar algunos puntos en la competencia electoral.
Por ejemplo, el diputado Daniel Manouchehri (PS), que preside la comisión investigadora del caso Audios, ha dejado de manifiesto que él, en realidad, no necesita investigar nada, pues lo tiene todo perfectamente claro: las culpas “tienen” que recaer en sus adversarios de la derecha. Con toda razón, el senador Fidel Espinoza, también socialista, denunció esa manera de actuar.
Como es lógico, mucha gente se pregunta por la estatura moral y política de los parlamentarios, que están dotados de enormes facultades, como que pueden acusar y destituir ministros de Estado, ministros de la Suprema y hasta al presidente de la República. El problema es que el Congreso Nacional, concebido como una institución fundamental de nuestro orden político, arrastra un agudo descrédito, como está reflejado en todas las encuestas.
Frente a la durísima prueba vivida por el régimen democrático en octubre de 2019, vimos hasta dónde podían llegar la banalidad y el oportunismo de muchos parlamentarios. Fuimos testigos del apresuramiento y el miedo de todas las bancadas para crear una especie de segundo parlamento, la famosa Convención, con lo cual se lavaron las manos respecto de lo que pudiera resultar del experimento constituyente. Actuaron como aprendices de brujo: soltaron los espíritus, y luego no fueron capaces de controlarlos.
No es justo meter a todos los parlamentarios en un mismo saco, pero son demasiados los que carecen de las calificaciones morales e intelectuales para estar donde están.
Para que la democracia no se degrade hasta un punto crítico es esencial la calidad de las instituciones y del sistema de contrapesos entre ellas. Se necesitan reformas, sin duda, pero se cometería un nuevo error al creer que todo depende de la reingeniería. Por ejemplo, en el caso del Congreso se dice que hay demasiados partidos, y que eso complica la gobernabilidad, pero podría reducirse su número y que ello no implique eliminar los vicios actuales: el espíritu tribal, la incultura flagrante, la incompetencia en la función legislativa, el populismo cotidiano, etc.
De poco servirá modificar las estructuras, si no llega gente recta y capaz a los cargos. La calidad del personal es crucial. ¿Cómo asegurarla? No hay fórmulas mágicas contra la venalidad y la corrupción, como lo prueba la experiencia de muchos países, pero hay que batallar para impedir, por lo menos, que asciendan quienes carecen de escrúpulos.
Hay que reforzar los filtros de selección para conseguir el mejor nivel posible en el complejo entramado de las funciones públicas. En el caso del nombramiento de jueces y fiscales se requiere un método que priorice el mérito profesional y reduzca las influencias políticas. Parece conveniente marginar al Senado del proceso de nombramiento de los miembros de la Suprema.
Ninguna institución puede estar al margen del escrutinio público. Tampoco el Ministerio Público, cuyo enorme poder puede volverse devastador si los fiscales lo usan con criterios sectarios o al servicio de intereses oscuros. También requiere control estricto la Contraloría General de la República, al igual que las Fuerzas Armadas y las policías. Está vigente la vieja pregunta: ¿quién vigila a los vigilantes? Ojalá estemos a tiempo de impedir que el crimen organizado penetre nuestras instituciones.
La cuestión neurálgica es quiénes velan por la República, y la política está en el centro del problema. El próximo año elegiremos presidente de la República y parlamentarios, y se justifican las dudas acerca de las consideraciones que prevalecen en los partidos al momento de proclamar sus candidatos. Si solo les preocupa la cuota de poder y hacen la vista gorda respecto del equilibrio emocional, la integridad moral y las aptitudes de los postulantes, querrá decir que el futuro será más o menos como el presente.
No se trata de imaginar que la política esté hecha por ángeles, sino de evitar el ascenso de los desinhibidos en materia de métodos, de los carreristas sueltos de cuerpo, o de quienes no pasarían una prueba de selección en una empresa u otra institución. La salud de la democracia exige elevar las exigencias.
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