La abrumadora derrota sufrida el 4 de septiembre por las fuerzas gobernantes aconsejaba que se tomaran un tiempo para reflexionar sobre lo ocurrido. Habrían podido analizar la magnitud del pronunciamiento ciudadano en contra del proyecto elaborado por sus representantes en la Convención, y que Boric levantó triunfalmente el 4 de julio en la ceremonia de cierre, casi como si fuera la promulgación de una nueva Constitución. Luego, el país entero vio todo lo que hicieron, desde La Moneda, para asegurar la victoria.
Estaban seguros de que ganarían el plebiscito, y convencidos de que ello iba a crear condiciones para que las izquierdas asociadas dieran un gran salto y coparan las instituciones. El proyecto de nueva Constitución era, en realidad, el verdadero programa del Frente Amplio y el PC, aceptado por el PS y el PPD por razones prácticas.
¿Cómo habría actuado el oficialismo si hubiera triunfado? ¿Qué cosas estaría diciendo Boric, esta vez seguro de que el pueblo llevaba el mismo paso que los líderes? ¿En qué estaría ahora el PC, exaltado probablemente por haber ganado “la batalla de las batallas”? Alguna idea podemos hacernos. Ya vimos cómo actuaron al tener el control total de la Convención.
El gobierno tiene que estar agradecido de que en Chile no haya un régimen parlamentario. En cualquier país que lo tenga, la derrota de un gobernante en un referéndum, habría implicado que renunciara de inmediato, antes de que los opositores presentaran un voto de censura para forzar su reemplazo. Boric, una vez más, es deudor de la Constitución vigente. En rigor, le debe todo.
Lo que prima en La Moneda es el tacticismo. O sea, cómo arreglárselas para salir de tantas situaciones inconfortables. La prioridad después del plebiscito fue articular un plan para eclipsar el Rechazo. Exactamente eso. Taparlo por completo con otra cosa. Eso explica el apuro por aprobar un acuerdo con los opositores para organizar una nueva convención (que, a su vez, taparía la anterior).
Lo mejor para el país sería radicar en el Congreso el debate y las decisiones sobre la renovación del pacto constitucional, pero ya está funcionando un comité de 9 dirigentes partidarios, que discute los posibles contenidos de otro texto. Ni Álvaro Elizalde, presidente del Senado, ni Raúl Soto, presidente de la Cámara, parecen haber considerado la posibilidad de que el Congreso asuma la tarea de velar por el interés nacional. Todo sugiere que están listos para entregar la potestad constituyente por segunda vez.
Cuesta creer que el PS y el PPD estén realmente motivados con una elección cercana de nuevos convencionales, en enero, por ejemplo. ¿Creerán que les puede ir bien en esa elección? ¿Y el FA y el PC calculan que obtendrían más representantes que en la primera convención, o incluso más que los diputados actuales? No hay razón para tanto entusiasmo, lo que hace pensar que no es sino una táctica para hacer retroceder a los partidos de Chile Vamos, provocar discrepancias insalvables sobre el mecanismo electoral y después culparlos por la caída del acuerdo.
Si los partidos pactan una nueva convención, vendrá una ola de críticas por una fórmula que, entre otras cosas, le significará un nuevo dineral al Estado. No olvidemos que la convención fracasada costó aproximadamente 68 mil millones de pesos. ¿Cómo justificar eso si el país cuenta con senadores y diputados a los que se les paga muy buenas dietas, y que tienen facultades para reformar la Constitución o elaborar una completamente nueva? ¿No es simplemente escandaloso todo este juego?
En una eventual nueva campaña para elegir convencionales, los candidatos del PS, el PPD, el FA y el PC tendrán que responder preguntas incómodas sobre el proyecto que respaldaron en el plebiscito, y explicar, por ejemplo, por qué avalaban ayer el Estado plurinacional, y hoy aceptan el Estado unitario, o por qué eliminaban ayer el Poder Judicial, y hoy aceptan los tres poderes del Estado. En suma, serán sacados al pizarrón.
Camila Vallejo dijo que alcanzar pronto un acuerdo tiene “sentido de urgencia”, pero que el proceso constituyente no puede consistir en reformar la actual Constitución. Es curioso, porque gracias a esa Constitución ella es ministra y el PC ha integrado dos de los tres últimos gobiernos. ¿Qué motivo decente puede haber para bloquear la posibilidad de nuevas reformas que no sea ganar la batalla simbólica contra Ricardo Lagos y la transición democrática, y reescribir por fin la historia?
Ha durado demasiado el mareo constitucional. Ha sido un caso insólito de devaneos teóricos, cuyo requisito parecía ser no mirar el país, ni las urgencias sociales, ni la crisis de seguridad pública, ni el estancamiento económico, ni la precariedad del liderazgo presidencial. Lo más grave ha sido, por cierto, que esta especie de “constitucionalitis aguda”, alentada por intereses sectarios, ha buscado socavar la democracia real que hemos construido, con el fin de instalar otra cosa en su lugar. En suma, la creencia de que el país es un laboratorio.
Quienes nos tenían reservada una Constitución que trozaba a Chile en varias naciones, ahora quieren liderar otro experimento. Hay un solo problema: no les alcanzan las fuerzas.
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