Una reciente encuesta arrojó que el 81% de los chilenos tiene una imagen positiva del mandatario de El Salvador, Nayib Bukele. En la medianía de la tabla se ubica el ex (y nuevo) presidente de Estados Unidos, Donald Trump, con un 43% de evaluación positiva. En el sótano, en la zona abisal, cerrando el listado, aparece el gobernante venezolano Nicolás Maduro: apenas un 3% de los encuestados lo valora.
En resumen: Bukele excelente, Trump regular, Maduro para el olvido.
Lo interesante es que estos tres líderes continentales, a pesar de ser evaluados en forma tan dispar por los chilenos, tienen algo -nada halagüeño- en común. Los tres son frecuentemente citados como casos de erosión democrática.
Bukele birló la restricción constitucional que le impedía reelegirse, viola sistemáticamente el debido proceso y las libertades civiles, gobierna a punta de estados de excepción, y concentra el poder en forma autoritaria y personalista.
Trump es una permanente amenaza a los contrapesos de la democracia norteamericana, no acepta la derrota cuando le toca, considera que sus adversarios políticos son ilegítimos, y ampara la violencia de sus partidarios.
Maduro, a estas alturas, ya no es un caso de erosión democrática, sino de naufragio y pérdida total. Una tiranía hecha y derecha que ni siquiera tiene la delicadeza de aparentar. La politóloga Nancy Bermeo dice que las autocracias del siglo XXI son más sutiles porque ya no se roban la elección el mismo día. Bueno, el régimen venezolano es old school.
Es decir, si de apego a los principios de una democracia (liberal) se trata, Bukele, Trump y Maduro deberían reprobar. Sin embargo, los chilenos le ponen un siete, un cuatro y un uno, respectivamente. ¿Por qué?
Porque no están evaluando su apego a los principios de una democracia (liberal), sino su capacidad de entregar bienes públicos apreciados por la población. Es lo que algunos llaman delivery. Desde ese punto de vista, Bukele ha sido extraordinariamente eficiente. Fue capaz de aliviar el principal dolor de la sociedad salvadoreña: la pesadilla de vivir con temor. Por lo mismo, el escritor argentino Martín Caparrós le llamó “Eficracia”.
Trump no ha sido particularmente eficiente. Su manejo de la pandemia fue defectuoso, pero la inflación post-pandemia le pasa la cuenta a los incumbentes -en este caso, a los Demócratas-, y mucha gente recuerda los días de Trump como económicamente felices.
De Maduro, en cambio, no hay nada que celebrar. Es el principal responsable de la peor crisis humanitaria de la historia de Venezuela, que ha generado una presión migratoria sin precedentes en la región. Maduro es el porro del curso, un desastre caminante, un rey Midas a la inversa: lo que toca lo convierte en mugre.
Esta es la conclusión: los abstractos principios de la democracia liberal (estado de derecho, separación de poderes, contrapesos institucionales, órganos autónomos, control sobre el poder, derechos individuales, judicatura independiente, prensa libre, oposición activa, etcétera) no son más importantes para los chilenos que la capacidad de delivery.
Si lo más importante fuera lo primero, los tres tendrían nota roja. Pero no la tienen. Bukele es mejor que Trump y Maduro porque hace mejor la pega allí donde más se necesita.
Esta forma de razonar conlleva un riesgo. Preferimos la democracia por razones normativas: es el único mecanismo que permite a los gobernados, en condiciones de igualdad, elegir a sus gobernantes a través de una competencia pacífica. Pero nada en esta definición asegura delivery. No preferimos la democracia porque sea sinónimo de crecimiento económico, seguridad ciudadana, equidad de género o redistribución del ingreso.
Todas estos son objetivos deseables, y usualmente las democracias lo hacen mejor que las autocracias en cada uno de ellos. Pero podría darse el caso -como se da en El Salvador- en que un régimen consigue estos objetivos torciendo los pilares de la democracia liberal. Puestos a elegir, ¿nos quedamos con la democracia ineficiente o con el autoritarismo eficiente?
La pregunta acecha especialmente incómoda frente a la amenaza epocal del cambio climático. Las democracias del mundo no han sido capaces de tomar medidas radicales para disminuir las emisiones, ya sea porque están capturadas por el corto plazo electoral, porque los expertos científicos carecen de autoridad política, porque la naturaleza no vota, o porque les cuesta pensar y actuar en clave global. Los autoritarismos tampoco lo han hecho mejor, señala la evidencia empírica, salvo algunos aprontes que se observan en China.
Pero, si el criterio preferido es el delivery (en este caso, el delivery medioambiental), más que el compromiso con las virtudes normativas del procedimiento democrático, ¿qué deberíamos hacer si un eco-autoritarismo, un leviatán verde, una tecnocracia vegana, se demuestra más eficiente en el objetivo de mitigar, adaptar y compensar a causa de la crisis climática?
Es evidente que las democracias son más legítimas ante los ojos de la población si hacen bien la pega en la provisión de bienes públicos relevantes. Pero nada en su definición implica o asegura que lo harán. La única garantía que nos entrega es la posibilidad de deshacernos de los gobernantes ineficientes cada cierto tiempo en las urnas. Pero no le pidamos más de lo que puede dar. Si la preferimos, es con sus defectos y virtudes.
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