La literatura sobre erosión democrática ha sido abundante en los últimos años. La mayoría coincide en que las democracias ya no mueren como antes: en lugar de cruentos golpes de estado y presidentes escapando en helicóptero, lo que vemos en la actualidad son procesos graduales en los cuales gobernantes electos socavan las instituciones por dentro, especialmente las instituciones que tienen por objeto contrapesar su poder.
De esta manera, las democracias mueren lentamente a manos de los propios representantes del pueblo. En paralelo, varios índices reportan un retroceso global de la democracia: cada vez más países usan las elecciones como mera fachada, pero en el fondo no hay nada que elegir. Una nueva clase de autócratas se extiende por el mundo.
En su último libro, Democracy’s Resilience to Populism’s Threat (Cambridge University Press, 2024), el politólogo Kurt Weyland argumenta que la tesis de la erosión democrática contemporánea es exagerada. Evidente: si uno se fija en los casos en los cuales los liderazgos populistas han llegado al poder para no soltarlo más, el panorama no pinta bien. Pero, observa Weyland, también hay que hacerse cargo de los muchos casos en cuales gobernantes con inclinaciones autoritarias han fracasado en su proyecto de eternizarse en el poder.
En base a los datos disponibles, Weyland concluye que los casos en los cuales la democracia ha muerto son la excepción. Contra el pesimismo contemporáneo, sostiene, la regla es la resiliencia democrática.
Para que la democracia muera allí donde existe, precisa Weyland, se requiere una combinación de factores. En primer lugar, los liderazgos autoritarios aprovechan la debilidad institucional para desmontar los contrapesos “liberales” al ejercicio del poder en nombre de la soberanía popular. Cuando las instituciones son sólidas, sus intentos suelen ser infructuosos.
Weyland utiliza el ejemplo paradigmático de Estados Unidos bajo Donald Trump: aunque Trump tensionó la democracia norteamericana, no pudo contra su sofisticado engranaje constitucional y administrativo, diseñado precisamente para evitar la concentración del poder. La democracia estadounidense sobrevivió a Trump, y probablemente sobrevivirá -especula Weyland- si el candidato republicano vuelve a la Casa Blanca.
En segundo lugar, observa Weyland, las democracias solo mueren en coyunturas especificas, exógenas, y excepcionales. Los autócratas en potencia necesitan de sendas crisis en las cuales la ciudadanía deposite todas sus esperanzas en una figura redentora. Las crisis más habituales son económicas o de orden público. Un caudillo populista puede exagerar la crisis pero no inventarla, y sin crisis no hay oportunidad de concentrar el poder. Luego, debe ser relativamente exitoso en superar dicha crisis. Un líder incapaz de ofrecer resultados dura poco. La bonanza económica de los hidrocarburos fue crucial, sugiere Weyland, para que los populistas latinoamericanos de la “tercera ola” consolidaran su asalto a la democracia.
En resumen, son pocas las intentonas populistas que logran concentrar el poder al punto de derruir inapelablemente un sistema democrático. Weyland cita un puñado de casos en Latinoamérica y Europa, sus áreas prioritarias de estudio. Por el lado de los populistas neoliberales de nuestra región, sólo Alberto Fujimori en Perú y Nayib Bukele El Salvador. Por el lado de los populistas de izquierda, la clásica tríada de Hugo Chávez en Venezuela, Rafael Correa en Ecuador y Evo Morales en Bolivia. En Europa, apenas Viktor Orban en Hungría y Recep Tayyip Erdoğan en Turquía.
Muchos otros lideres populistas han tratado (Collor de Melo y Bolsonaro en Brasil, Menem y los Kirchner en Argentina, Uribe en Colombia, Toledo, Humala y Castillo en Perú, Bucaram y Gutiérrez en Ecuador, AMLO en México, Berlusconi en Italia, Kaczyński en Polonia, Babiš en la República Checa, Johnson en Gran Bretaña, Tsipras en Grecia, etcétera), pero finalmente han fracasado, ya sea por la fortaleza institucional de sus países, o bien la falta de una crisis grave y solucionable a la vista. Por el contrario, apunta Weyland, en varios de estos casos se ha generado una positiva reacción de la ciudadanía en defensa de su democracia.
La obra de Weyland es conocida en el mundo académico por su particular interpretación del fenómeno populista. En su visión, el populismo es una estrategia política que moviliza a una masa desorganizada para consolidar el poder de un liderazgo personalista. En esta lectura, el populismo siempre atenta contra la idea de una democracia liberal, pluralista y representativa. No existe, como dirían los seguidores de Laclau y Mouffe, un populismo bueno con un efecto inclusivo y democratizador. Para el enfoque estratégico, el populismo no le devuelve el poder al pueblo, sino todo lo contrario: utiliza al pueblo en favor de los propósitos del líder.
La tesis del nuevo libro de Weyland sigue la misma línea: si bien es cierto que la democracia se ha mostrado resiliente frente al populismo, este sigue siendo una amenaza y no una oportunidad. Que su éxito haya sido escaso es, dentro de todo, una buena noticia. Ofrece una robusta explicación para moderar el pesimismo y contrarrestar la teoría de la erosión democrática en boga.
Subsiste, sin embargo, la pregunta: si bien es cierto que el populismo no ha logrado derribar la democracia en la mayoría de los casos que presenta el autor, ¿qué tan dañada la dejan estos intentos? La tesis de Weyland podría leerse como una interpretación demasiado conformista frente a la acumulación de síntomas que no logran matar al paciente, pero le auguran una vida precaria y dolorosa.
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