La corrupción, lamentablemente, ha estado de moda los últimos meses en Chile. No hay semana que no se ventile un nuevo posible caso de irregularidad o abuso que copa los medios, redes sociales y conversaciones familiares. Da la idea que la institucionalidad se nos va cayendo de a poquito y que cuesta confiar en alguien o algo. Pero ¿por qué nos comportamos así?
Hoy en día se ha ido dejando de lado la teoría que las personas somos corruptas por un cálculo racional, lo que generaría personas buenas y otras malas, dispuestas a romper las reglas para beneficiarse a sí mismas. Por cierto, que de estas últimas hay, quienes no tienen escrúpulo alguno y sin importar las consecuencias que puedan sufrir, están dispuestas a romper constantemente las normas por su propio beneficio.
Pero la gran mayoría de las personas no son ni santas ni demonios, sino que toman decisiones basadas en muchos factores. Uno muy relevante es la norma social, cómo se comporta el resto, qué hace la mayoría y qué espero que hagan en determinadas situaciones, o lo que se denomina la regla social o cultural.
Otro es la percepción de riesgo en las acciones, entre ellas, que me “pillen” y me sancionen. Y uno que, al parecer estamos viendo expresado en el posible tráfico de influencias en el sistema de nombramientos del Poder Judicial, se relaciona con la reciprocidad, devolver la mano o un favor que se me ha otorgado.
Por esto, para que realmente pensemos en un Chile del futuro donde lo que no impere sean el tráfico de influencias, la trampa, la ley del/la más fuerte, el pituto y tantos más, es clave que afrontemos este tema desde dos puntos de vista. Sin duda, por un lado, la sanción ejemplar a quienes rompen las reglas debe ser un ingrediente esencial. La impunidad no hace sino disminuir la percepción de riesgo y normalizar conductas que buscamos erradicar.
Esto debe ir de la mano de fortalecer nuestra institucionalidad, es urgente que contemos con mejores procedimientos y estándares de transparencia e integridad en el Congreso (un buen proyecto al respecto duerme en el Senado hace 7 años); una institucionalidad de transparencia acorde con el desarrollo tecnológico y las expectativas y requerimientos ciudadanos (vamos en un segundo proyecto que está a la espera en el Senado también de ser aprobado); una regulación de lobby que de verdad transparente todos los intentos de influencia en el sector público y minimice los espacios de tráfico de influencias (recientemente ingresó un proyecto que se discute en la Cámara de Diputados).
Además, una regulación que otorgue mayor transparencia, rendición de cuentas y controles en municipios y sus corporaciones (nuevamente, el Senado tiene el poder de avanzar en este proyecto de ley); un registro público y centralizado de las personas de carne y hueso que controlan o se benefician de estructuras jurídicas; una normativa de puerta giratoria entre el sector público y privado que inhiba la captura del Estado; entre algunas reformas claves.
Pero todo lo anterior puede no tener un impacto mayor si es que además no generamos un cambio cultural y social relevante. Solemos exigirle una conducta intachable a nuestras autoridades -o a quienes aspiran a serlo- y eso está bien, pero al parecer no estamos dispuestos a aplicar los mismos estándares a nuestra conducta personal.
Ya hemos visto casos como un número importante de personas falsean datos para recibir beneficios del Estado que no le corresponden; o un mercado no menor de licencias médicas falsas; empresas que operan a base de facturas falsas; contrataciones basadas en parentescos o vínculos personales más que en el mérito; entre muchas otras conductas. Es clave que, si queremos caracterizarnos por ser un país íntegro, exijamos las mismas conductas tanto en lo público como en lo privado.
Ninguna norma es perfecta ni tampoco podemos regular todos los aspectos de la vida de las personas, por lo que debemos dejar de buscar la forma de hacer trampa en el solitario o el vacío legal que me beneficia a mi perjudicando al resto de la comunidad.
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