Carlos Peña, rector de la UDP, ensayista y columnista de El Mercurio -su último libro es La política de la identidad ¿el infierno son los otros? (Taurus, 2021, Santiago, Madrid)-, analiza la campaña presidencial y afirma que “las grandes mayorías, lo que he llamado el andamiaje invisible de la vida social, siguen allí cumpliendo las reglas y las normas, sin fiebres de ningún tipo salvo la preocupación por el bienestar cotidiano”.
-Sea quien sea el ganador, ¿se encontrará con una sociedad dividida? ¿La polarización de los candidatos evidencia una ruptura en la ciudadanía o es un fenómeno de la clase política?
-Me parece más bien que el ganador, fuere quien fuere, encontrará una sociedad cuyas expectativas -que la propia competencia política ha desatado- estarán distanciadas de la experiencia posible. No una sociedad polarizada; aunque sí una sociedad que, en los años que vienen, experimentará problemas que creía haber dejado atrás. Demandas que, hasta apenas anteayer, se creía debían atenderse con urgencia, deberán ser postergadas porque otras viejas que se pensaba habían quedado atrás, renacerán.
-¿Cómo cuales?
-Por ejemplo, cosas como la gratuidad universal en la educación superior, serán postergadas al advertir ahora que las antiguas carencias — que se confiaba haber dejado en el pasado o en el olvido, como los campamentos, por ejemplo– asoman de nuevo. La que viene será una sociedad que hará por algún tiempo la experiencia del desencanto y la desilusión. Alguna vez escribí que Chile transitaría desde la política del entusiasmo y de la abundancia, donde todo se creía posible, donde se pensaba que la riqueza estaba allí y que solo la cicatería y el egoísmo de las élites impedía se repartiera, a la del escepticismo y del desencanto, a la conciencia de los límites. Temo que la revuelta de octubre, el simplismo con que se diagnosticó ese fenómeno y la pandemia, producirán ese efecto.
-En esta elección, una parte del electorado vio al rival como al enemigo. Para unos u otros, el triunfo del adversario sería una pesadilla, algo inimaginable. ¿Hay una cultura de la intolerancia, sobre todo en redes sociales?
-Hay una suerte de espejismo, es probable, causado por las redes sociales y los pequeños grupos que trafican mensajes y confirman sus prejuicios en ellas, creyendo tontamente que hablan al mundo. Y hay de lado y lado gente estúpida e ignorante que piensa que ha logrado atrapar la verdad definitiva y que sobre la base de ella condena, se burla y desea el infierno para quienes piensan distinto. Los hemos visto estos días, dicho sea de paso, entre los partidarios de Kast y de Boric.
-¿Es algo minoritario?
-Las grandes mayorías, lo que he llamado el andamiaje invisible de la vida social, siguen allí cumpliendo las reglas y las normas, sin fiebres de ningún tipo salvo la preocupación por el bienestar cotidiano. Por supuesto hay intolerancia de lado y lado -tanto entre quienes tienen un discurso contra las minorías, como quienes creen que ellas merecen una fe ciega- pero se trata de un fenómeno ante el que hay que oponerse, desde luego, sin ceder frente a él; pero sin olvidar tampoco que es, afortunadamente, marginal.
-A propósito de esto, hace poco escribiste en una columna sobre la mayoría silenciosa, que sin meter bulla es el pegamento que sostiene a la sociedad. ¿El próximo presidente deberá intentar escuchar a esa parte de la población y no tanto a los estridentes de lado y lado?
-Es de esperar que sí. Las sociedades funcionan gracias a ese andamiaje invisible que es la conducta sencilla de la mayoría. Esa gente que desconfía de los excesos ideológicos o reaccionarios, que teme a los cambios bruscos, la gente de a pie, es la clave de la vida social. Lo que alguna vez se llamó con ánimo derogatorio y una leve ignorancia (puesto que la expresión tiene una ilustre historia) “el partido del orden” -reuniendo allí en especial a la centroizquierda de la Concertación- es el mayoritario en Chile. Creo que Kast y Boric, a juzgar por sus campañas de segunda vuelta, se dieron cuenta de eso. Es de esperar que quien gane no lo olvide, que su acercamiento a ese segmento de la sociedad no haya sido una pirueta retórica para simplemente ganar votos.
-El parlamento quedó prácticamente dividido en dos bloques. Esto obligará a negociar y buscar acuerdos. ¿Será el diálogo el principal desafío del nuevo gobierno?
-Sí, y en buena hora. La política democrática bien entendida consiste en eso: en deliberar con el adversario, en el entendido que la comunidad política es una empresa cooperativa entre quienes piensan distinto. Carl Schmitt dijo que la política suponía una dialéctica que oponía a amigos frente a enemigos. Aceptemos eso por un momento. De ser así, la democracia es la decisión de convivir pacíficamente con el enemigo y cooperar con él.
-Tal como es hoy, la gobernabilidad será compleja en los próximos cuatro años. ¿Hay una fractura en la sociedad respecto a la legitimidad de las instituciones? ¿Es una crisis profunda o parte de la modernidad?
-En la sociedad chilena no hay una fractura ni desde el punto de vista social, ni entre las instituciones y la sociedad. Lo que hay es la diversidad propia de una sociedad que se ha modernizado en la que proliferan las identidades que se superponen -intersectan, suele decirse- a las clases. Y no es que las instituciones estén distantes de la sociedad, lo que ocurre es que la vieja visión de la política como (para usar la imagen de Platón) un piloto que conduce la nave de la vida social, ordenándola y configurándola, ya no se sostiene.
-¿Qué rol juega la política hoy?
-La política es impotente para conducir la totalidad de la vida social, aunque no obstante seguimos esperando que lo haga. Pero como saben los sociólogos, una sociedad funcionalmente diferenciada, en que el subsistema económico (el mercado) exorbita y va mucho más allá de las fronteras nacionales; en que la infraestructura de la comunicación y las redes disminuyen los costes de coalición entre las personas y simplifican los mensajes; donde el poder pierde por lo mismo su aura; y donde las tradicionales fuentes de autoridad entran en crisis (la Iglesia, la familia, los partidos, los sindicatos), pretender que el poder político pueda conducir a la totalidad social es simplemente absurdo. No hay crisis de representación: hay crisis del lugar que la política posee en la vida social.
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