Desde la vuelta a la democracia, los cuatro primeros gobiernos contaron, en promedio, con más aprobación que desaprobación ciudadana (serie encuestas CEP). Sin embargo, desde 2010, tanto Piñera I y II como Bachelet II han debido remar con una ciudadanía mayoritariamente en contra.
No viene al caso ahondar en las razones específicas de falta de sintonía entre las últimas tres administraciones y la subjetividad ciudadana, pero sí observar que desde 2010, junto con la dilución de los consensos políticos y sociales de la transición, se inició un ciclo de fragmentación política y descrédito institucional que también afectó a la institución presidencial. Ni Piñera ni Bachelet pudieron proyectar sus coaliciones más allá de su período, teniendo que colgarle la banda a uno de sus opositores. Esto, pese a que al inicio de sus respectivas presidencias declararon que venían para hacer cambios profundos que requerirían al menos dos periodos de gobierno.
En perspectiva, pasamos por una crisis sistémica de legitimidad de la democracia representativa, con ciclos de altas expectativas iniciales (elecciones y primeros meses de gobierno), y rápidas frustraciones, caracterizadas por una suerte de desengaño entre la oferta electoral y respuestas que no se ajustan a la ansiedad por resultados en muy corto plazo. Evidentemente, el encantamiento electoral responde a la coyuntura y ya no sintoniza con compromisos ideológicos de largo plazo.
Cae de cajón la pregunta sobre por qué el naciente gobierno de Apruebo Dignidad, encabezado por Gabriel Boric, podría correr una suerte diferente, más aun viendo los resultados de una reciente encuesta de Criteria, que pidió a los entrevistados elegir las tres medidas del programa que le parecían más importantes de concretar.
De las 17 medidas contenidas en el programa de Boric y evaluadas por la ciudadanía en la encuesta, ninguna resultó prioritaria para el 50% o más de la población. Las que más adhesión alcanzan son “la creación de un sistema universal de salud” (39%), el “que se garantice el agua como un derecho” (36%) y que “se establezca una política más restrictiva o selectivo respecto de la inmigración” (31%).
Medidas como la restricción a la inmigración, que tiene alta y creciente demanda por parte de la ciudadanía, y por lo mismo debería ser priorizada por el futuro gobierno, no necesariamente son bien interpretadas por las personas y es fácil que las expectativas amplias y difusas que en ella se depositan se frustren. Al mismo tiempo, extremar su alcance para responder al malestar de los residentes en las zonas más afectadas tendrá costos en la base de apoyo del futuro presidente: entre las personas jóvenes (18- 29 años) y aquéllas que se identifican con la izquierda, la prioridad atribuida a esta medida es significativamente menor al resto de los encuestados, e irrelevante en relación a otras prioridades como elevar los impuestos a las grandes fortunas o crear un sistema estatal de pensiones.
Por otro lado, dentro de los temas que fueron empujados durante la campaña tanto por Boric como por sectores afines al próximo gobierno, aparecen “la eliminación del estado de excepción en la Araucanía” y “el indulto a las personas detenidas en el marco del Estallido Social”. Ambos temas son de muy baja relevancia para la gran mayoría de la población encuestada -sólo un 4% las señala como prioritarias-, es decir que no tienen prioridad alguna en relación otras. Sin embargo, son compromisos de campaña de los que Boric no se podrá desentender, generando tensión entre quienes adscriben a la demanda mayoritaria por empujar otras prioridades.
Un contexto complejo, donde amalgamar expectativas y demandas de una mayoría de la población con las de la base electoral más dura será algo imposible, situación que también cruzó a los gobiernos anteriores. Bachelet II salió relativamente bien parada de su segundo mandato pues, al menos, logró satisfacer a su nicho electoral. Piñera en tanto terminará sin el afecto de unos ni de otros. Sin embargo, y esto es lo de fondo, ni la ex Presidenta, ni el actual Presidente pudieron proyectar a su coalición por más de un período, como se proponían para concretar los compromisos más sustantivos de sus respectivos programas.
Una inquietud que de seguro tiene el futuro gobierno y sobre la cual ya ha dado algunas señales de cómo la enfrentará. Por de pronto, no ha comprometido logros específicos para sus primeros 100 días y ha insistido en una promesa transformadora más abstracta, de largo aliento y cargada de símbolos de renovación y cambio en la forma y el fondo del ejercicio del poder. Menos promesas concretas y más acompañamiento simbólico, conjugado con la instalación de una nueva constitución para grandes cambios, parece ser la máxima.
No por nada, Javiera Olivares, recientemente nombrada subdirectora de la secretaría de comunicaciones del gobierno (SECOM) identificó como su principal desafío “construir un relato político-comunicacional que le haga sentido a la ciudadanía, al pueblo. Generar en la gente una cercanía con el relato del gobierno más que otras experiencias previas”.
Entre otras cosas, la falta de relato político le pasó la cuenta a la actual administración. Sin duda el gobierno entrante tendrá una apuesta distinta, frente a la cual es legítimo preguntarse cuán suficiente será un relato bien urdido sobre las transformaciones en curso ante las urgencias que cruzan la cotidianidad de chilenos y chilenas, ansiosos por resolver la coyuntura.
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