Manuel Monsalve ingresó al Palacio de La Moneda a recomponer cierta degradación en la gestión y estilo de conducción que había impuesto el Frente Amplio en el primer tramo de este gobierno. Con sobriedad de estilo, rigor en la gestión y moderación, aparentemente había logrado reparar un sinfín de vicios adolescentes.
En las formas, trajo de vuelta las corbatas a La Moneda, el pelo corto, la gomina. No parrillaba con el Presidente, ni se mostraba mayormente tentado a ganar ascendencia en los circuitos extrainstitucionales del poder.
En el fondo, aparentemente, el subsecretario entendía que la influencia real se juega entre el Congreso y La Moneda, La Moneda y el Congreso, intentando replicar siempre un modo ascético en el ejercicio de la función pública. Se esforzó en recomponer relaciones con la oposición y comenzó a hablar de seguridad sin complejos.
Se señaló incluso de que el médico de provincia, oriundo de Coronel, educado en un liceo público, primer profesional de la familia, socialista de mirada tradicional y ajeno al ethos ñuñoíno, había logrado restaurar la impronta de seriedad y rigor que Mahmud Aleuy le dio a la subsecretaría del Interior durante los últimos dos gobiernos de izquierda. ¿Cuál era este ethos? hablar poco, trabajar mucho: hacer que las cosas pasen.
Demasiado bueno y correcto para ser funcionario de este Gobierno. Monsalve efectivamente hizo que las cosas pasaran; pero en el peor y más sórdido de los sentidos.
Tal y cual los dirigentes estudiantiles muchas veces usaron las oficinas de la Fech y la Feuc para concretar juveniles romances furtivos, Monsalve habría hecho uso de la investidura que le otorgó el cargo de secretario para ascender de posición a una joven funcionaria, mejorando su remuneración a través de una instrucción a su Jefe de Gabinete.
También relajó los protocolos de resguardo y protección de la segunda autoridad a cargo de la seguridad del país con el fin de lograr mayor privacidad con su subordinada para degustar la gastronomía y destilería de un restaurante peruano de calle McIver. El resto de la historia es ya conocida.
En instantes, todo lo que Monsalve construyó se desmoronó. De ángel a demonio, de héroe a villano, de protector a presunto abusador. En política, las caídas más profundas muchas veces provienen de las alturas más elevadas.
Horas antes de hacerse pública la denuncia de la subordinada en su contra, el ex subsecretario pudo infringir la Ley de Inteligencia al solicitar la revisión de las cámaras del hotel al que habría hecho ingreso con su acompañante, sin autorización judicial previa.
Luego ya con los antecedentes de la denuncia por abuso sexual y violación conocidos por parte del propio Presidente de la República y la Ministra del Interior, Monsalve hizo uso de un avión de Carabineros para comunicar los antecedentes de la denuncia a su familia en la Región del Biobío ¿Están los tributos que pagamos todos los chilenos destinados a la solución de asuntos de familia ligados a cuestiones de faldas?
Incluso un día antes de su salida, Monsalve compareció con absoluto desparpajo y cinismo a la Subcomisión de presupuesto donde se discutía la partida del ministerio del Interior. No hubo protocolo, tampoco contención a la víctima, ni signos de alerta morada feminista alguna. No deja de ser paradójico que un “gobierno feminista” avale que un subsecretario a cargo del orden y la seguridad del país exponga los lineamientos del ministerio ante el Congreso llevando a cuestas una denuncia de abuso sexual con carácter de violación a una subordinada.
En este punto, las responsabilidades también son políticas. Y tanto el Presidente como la ministra del Interior tendrán que responder muchas interrogantes ante la justicia, por incómodas que sean.
Monsalve fue la reserva moral de una administración sin temple ni mayor aplomo para ejercer la función gubernamental. Pero la caída libre del ex subsecretario es también el desfonde de la narrativa feminista y anti abuso que este gobierno levantó como razón de ser de su proyecto. La caída del subsecretario estrella del Socialismo Democrático no es solo la de un hombre que traicionó su investidura, es también el símbolo de la corrosión ética de toda una administración.
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