Argentina, Perú y Chile: siempre puede ser peor. Por Kenneth Bunker

Ex-Ante
Pedro Castillo durante su reciente visita a Chile, el último viaje que hizo como Presidente.

En el debate constitucional actual lo más importante es debatir con honestidad, aceptando que muchas de las instituciones que actualmente existen en el país son parte de la razón por la cual Chile no ha caído en las desgracias de Argentina o Perú. Que se evite adoptar cualquier cosa que lleve al órgano redactor de la nueva Constitución a parecerse a la que ya hubo. Porque, como se vio esta semana, con Argentina y Perú, siempre puede ser peor.


Por décadas, Chile fue admirado en el mundo por su estabilidad política y económica. Para observadores del exterior, el país era un claro ejemplo de éxito. Y a pesar de que quedaba mucho trecho por avanzar, como lo demostraron las protestas de octubre de 2019, era evidente que Chile había logrado lo ningún otro país de la región había logrado: crecer, reducir la pobreza y nivelar la desigualdad. Efectivamente, datos del Banco Mundial muestran que, en tres décadas, desde 1990 a 2020, el país solo tuvo GDP anual negativo solo dos veces (a raíz de la crisis asiática en 1999 y luego como efecto de la crisis subprime en 2008), sino que además pudo reducir la línea de la pobreza (de 40% a menos de 10%) y mejorar su índice Gini (en 12 puntos).

Otros países no tuvieron el mismo éxito. Por ejemplo, Argentina, que tuvo su transición a la democracia en 1983, obtuvo un índice Gini de 43 en 2019. Solo un punto menos (mejor) que Chile. Una cifra altísima para toda la inversión que hace el Estado, y que ni siquiera sirve como consuelo para suponer que “es alto pero que a lo menos todo lo demás está funcionando”. No, nada está funcionando. En 2020, la línea de la pobreza alcanzó el 42% (el mismo nivel que alcanzó en Chile en 1987) y entre 1990 y 2020, el país trasandino tuvo crecimiento anual negativo en 12 oportunidades. Para peor, en 2014 su PIB per cápita cayó bajo el de Chile, y desde entonces, Chile se ha afirmado como el país con el ingreso promedio más alto de la región.

Perú es otro ejemplo de un país que desde su transición a la democracia (en 1980) no ha logrado el mismo nivel de estabilidad que Chile. En términos del Gini, el país tiene el mismo índice que Chile (44), y al igual que Argentina, la cifra no compensa lo que está pasando en otros ámbitos de la macroeconomía. Desde que se mide el índice en Perú, el país nunca ha obtenido una cifra de pobreza más baja que Chile, y en 2020 alcanzó 30% (el mismo año, en 2020, Chile alcanzó 10,8% de pobreza). Y aunque solo tuvo crecimiento negativo en cuatro ocasiones entre 1990 y 2020, su PIB per cápita es desolador (mientras Chile llega a los 26 mil dólares, Perú llega con mucha dificultad a 13 mil dólares).

La idea no es compararse para terminar concluyendo que en el país de los ciegos el tuerto es Rey, sino que es para desarrollar la premisa de que, en una región similar, tres países vecinos, que recurrieron rutas políticas similares, lograron resultados muy diferentes. De ahí que se destaca el éxito de la transición a la democracia en Chile. Y por eso se estudia la transición chilena como punto de origen a lo que vino después. Específicamente, se estudia la construcción y la puesta en marcha de las instituciones democráticas a comienzos de los noventa. Y para muchos, no todos, el consenso es que Chile alcanzó el éxito (relativo) por eso, por la combinación de instituciones que se adoptaron allí.

Es evidente que la política y la economía están vinculadas, y no se puede explicar la estabilidad (o la falta de estabilidad) en la economía sin observar lo que ocurre en la política. En esa línea, en los mismos 30 años mencionados arriba, lo que ocurrió en Chile también fue diferente a lo que ocurrió en Argentina y Perú. Mientras que en Chile no hubo un solo incidente que pusiera en peligro la democracia, en los otros dos países hubo múltiples instancias de quiebre. Mientras que en Argentina pasaron cinco presidentes por la Casa Rosada en 11 días luego de la crisis de 2001, todos los presidentes de Perú desde 1990 han sido acusados de delitos o han sido encarcelados antes de terminar sus mandatos.

Las instituciones son importantes en tanto dan zanahorias o garrotes. Y no siempre operan de la misma forma. Por ejemplo, mientras que la fragmentación excesiva del sistema de partidos parece ser el principal problema de Perú, la corrupción enraizada en la clase gobernante parece ser el principal problema de Argentina. Mientras que en Perú son pocos los partidos que compiten en más de dos elecciones consecutivas (antes de morir y renacer), Argentina está llegando a un nivel de corrupción comparable con Lesoto. En el ranking internacional, en que números más altos indican mayor percepción de corrupción, Argentina figura en el lugar 96; Chile figura en el lugar 25, mientras que Dinamarca, Finlandia y Nueva Zelanda están primeros.

Los resultados de tener instituciones fallidas se dejaron ver esta semana, en que Pedro Castillo cayó por no tener una coalición que lo apoyara, y se condenó a Cristina Kirchner por estar involucrada en esquemas de financiamiento ilegal. Quizás puede sonar voluntarista, pero con las instituciones correctas, probablemente nada de esto hubiera ocurrido. No es tan difícil entender cuáles son las instituciones que llevan a los sistemas políticos a fragmentarse o a los oficiales de gobierno a corromperse. Lo difícil, en cambio, es adoptar esas instituciones. Por ejemplo, ¿qué incentivos tiene la vicepresidenta de la Nación y presidenta del Senado, Cristina Kirchner, de regular el acceso al poder si ella misma se ve beneficiada por la legislación vigente?

Este debate es mucho más largo y complejo de lo que aquí se puede desarrollar, pero obviamente es un debate importante, y más que otra cosa, oportuno. Chile se acaba de salvar de adoptar muchas de las instituciones que comprobadamente impiden estabilidad. Haber adoptado el texto que propusieron lo constituyentes hubiera nivelado el país hacía abajo, acentuando la pendiente en declive por la cual avanza desde que se decretó la incertidumbre de facto en 2020. De haber ganado el Apruebo en el plebiscito de salida, el país estaría adoptando un unicameralismo que exacerbaría la fragmentación política actual y se estarían creando cientos de cargos políticos (innecesarios) adicionales que a su vez oxigenarían la corrupción.

En el debate constitucional actual lo más importante es debatir con honestidad, aceptando que muchas de las instituciones que actualmente existen en el país son parte de la razón por la cual Chile no ha caído en las desgracias de Argentina o Perú. También se debería desechar de frentón el grueso de lo que llevó a la Convención Constitucional a ser rechazada. Si eso implica no tener un porcentaje de constituyentes no-electos, que así sea. Si implica usar el sistema electoral (comparativamente restrictivo) que se usa para elegir a senadores, que así sea. Pero que se evite adoptar cualquier cosa que lleve al órgano redactor de la nueva Constitución a parecerse a la que ya hubo. Porque, como se vio esta semana, con Argentina y Perú, siempre puede ser peor.

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