En lo central, la reciente cuenta pública del presidente Gabriel Boric le dio la razón a los que sostienen la tesis de la “adaptación”, que algunos cercanos llaman “metamorfosis” y otros más lejanos denominan “travestismo” político. Boric se hizo cargo con especial énfasis de los temas de seguridad pública, por un lado, y de la reactivación económica, por el otro. Ese fue el grueso de su discurso. Ahí está lo medular, y demuestra que el presidente entiende donde están las prioridades de la población. Que lo haga bien es otra cosa, y eso lo evaluaremos al final de su mandato.
Sin embargo, el presidente Boric añadió que reimpulsaría el proyecto que permite poner fin a la vida en casos de sufrimiento indecible, y el que permite interrumpir el embarazo sin expresión de causa. Es decir, eutanasia y aborto. La derecha puso el grito en el cielo, incluyendo parlamentarios que hicieron el show de retirarse de la sala, mientras los democratacristianos acusaron falta de cariño, condicionando futuras colaboraciones. El que menos color se dio pintó un arcoíris.
Es una indignación impostada. A nadie le puede sorprender que el gobierno más progresista desde el retorno de la democracia -Boric está más a la izquierda que Lagos y Bachelet- quiera avanzar en la llamada agenda “valórica”, esta vez ampliando los derechos reproductivos. A nadie le puede sorprender que un gobierno que además se declara feminista -que tiene nada menos que a la ministra de la Mujer en el comité político- insista en que las mujeres tengan derecho a decidir sobre sus cuerpos. A nadie le puede sorprender, por último, porque está explícitamente en su programa de gobierno.
Es cierto que las prioridades son otras. Pero la cuenta pública nunca ha sido solo de prioridades. Se habla de tantas cosas, y a veces con tanto detalle, que los que quedan fuera se quejan: “estamos decepcionados, el presidente no habló de la importancia de desmalezar las canaletas en otoño”, “esperábamos más, al menos una mención a los clubes rurales de poto sucio”; “no hay una especificación del número de durmientes en la anunciada red ferroviaria”. Que el aborto se haya llevado los titulares habla más de nuestro sensacionalismo y atención selectiva que de su importancia relativa en la cuenta pública.
Pero tampoco podemos ser tan inocentes: por algo se incluyeron estos temas. La razón es simple: el gobierno ha tenido que adaptarse para conectar con las sensibilidades mayoritarias en economía y orden público, pero no se le puede pedir que abandone completamente sus convicciones, especialmente en el área moral-cultural, donde su base de apoyo espera avances.
Cuentas claras conservan la amistad, dicen. ¿No es eso lo que quería la oposición? ¿Qué Boric transparentara sus convicciones y dejara de vestirse con ropajes ajenos? Si nos quejamos cuando cambia de opinión, y nos quejamos cuando la mantiene, entonces quizás tengamos un problema de “anti-gabrielismo”, como sugirió un diputado oficialista.
Los críticos han observado, correctamente, que el aborto “divide” a los chilenos. A diferencia de la eutanasia, que cuenta con la simpatía de una enorme mayoría de la opinión pública, el aborto sin expresión de causa concita un apoyo (todavía) minoritario. Es cierto que hay algo deshonesto en preguntar por “aborto libre” como algo distinto de la interrupción del embarazo dentro de las 12 y 14 semanas de gestación, como lo permiten todas las democracias desarrolladas del mundo. Pero aun así, es uno de esos temas “valóricos” en los cuales la sociedad chilena no tiene un acuerdo.
Por lo mismo, corresponde que sea discutido en sede parlamentaria. No lo entendieron así ambos empeños constituyentes, que intentaron constitucionalizar su visión particular sobre la materia: mientras la Convención propuso un amplio derecho al “ejercicio de la sexualidad, la reproducción, el placer y la anticoncepción”, el Consejo -liderado por Republicanos- quiso proteger la vida “de quien está por nacer”, lo que fue interpretado como un endurecimiento a la prohibición del aborto, incluso poniendo en riesgo las tres causales legales.
Justamente porque es divisivo, en tanto afecta nuestras convicciones religiosas, éticas y filosóficas, no debe estar en la constitución, sino en la ley. Que la derecha diga que no debe debatirse porque es “divisivo” es inconsistente con haber intentado constitucionalizar su visión partisana sobre el aborto. Como dicen los abogados, quien puede lo más, puede lo menos.
Finalmente, es un dato indesmentible que la sociedad chilena se seculariza progresivamente. Cada vez menos personas se identifican con alguna religión. La modernización capitalista, diría Carlos Peña, alimenta la modernidad cultural, celosa de la autonomía individual y respetuosa de la diversidad. En los últimos 25 años, Chile igualó el estatus legal de los hijos nacidos dentro y fuera del matrimonio, derogó el delito de sodomía, legalizó el divorcio, aprobó la “píldora del día después”, dictó la ley anti-discriminación, promulgó el Acuerdo de Unión Civil y luego el matrimonio igualitario, además del mencionado aborto en tres causales.
Para algunos, se trata de avances; para otros, de retrocesos. Pero han sido madurados socialmente y discutidos legislativamente. No hay ninguna razón para excluir al aborto y la eutanasia de este proceso democrático. Más allá de las legítimas consideraciones estratégicas, sería extraño -una verdadera claudicación- si este gobierno no los pusiera en tabla.
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