Tras la publicación del libro de Mansuy, “Salvador Allende, la izquierda chilena y la Unidad Popular”, se han sucedido comentarios y columnas de opinión que declaran abierta la temporada de caza sobre Salvador Allende y los mil días de la UP, algo por lo demás esperable cuando se acercan la conmemoración de los 50 años del golpe de estado que terminó con la vida del presidente y con el proyecto de la Unidad Popular.
Hoy es reconocida la ambigüedad de la “vía chilena al socialismo”: para algunos se trataba de la conquista de un gobierno que debía realizar reformas nacionalistas, antimonopólicas y culminar la reforma agraria, esto es, un proyecto de carácter democrático y nacional, mientras que para otros se trataba de un paso en la acumulación de fuerzas para conquistar el poder total y reemplazar el estado burgués por uno de carácter socialista. Esta ambigüedad y la propia dinámica revolucionaria de los mil días que implica una acelerada movilización de masas tanto por parte de la izquierda como de la derecha, divide a las fuerzas de la UP y termina llevando a Allende a la parálisis política y al suicidio en medio del ataque armado al palacio presidencial.
La figura de Salvador Allende adquiere entonces dimensiones trágicas y épicas que alejan para la gente de izquierda comprometida con ese momento y también para las futuras generaciones, la posibilidad de un análisis crítico de la vía chilena. En efecto, el gesto y las palabras de Allende ese día 11 de septiembre de 1973 pesan sobre la izquierda bajo la forma del orgullo, la admiración y la culpa: para muchos es mejor quedarse con la reivindicación del mito y las ventajas morales que éste otorga, evitándose reflexiones incómodas.
Sin embargo, sin desmerecer la figura, la trayectoria política y la enormidad del gesto de Allende, que de alguna manera predispone a todas las izquierdas a defender su legado, ha sido también inevitable el surgimiento de un pensamiento crítico respecto de las razones que llevaron a la sangrienta derrota de la Unidad Popular, derrota política en primer lugar y militar en segundo; derrota que en una segunda consideración se debe considerar como un fracaso del proyecto dadas sus ambigüedades conceptuales, la lectura de la sociedad chilena en que se basaba y los errores políticos derivados de esas lecturas de la realidad y del día a día de la trama del conflicto dramático que significó la UP.
La vía chilena, concebida ya en los años sesenta por el partido comunista, fue una muestra de cierta relativa autonomía intelectual y política de la izquierda chilena con relación a los centros ideológicos y políticos de la izquierda internacional, ubicados entonces en la Unión Soviética, en China y en Cuba. Era consistente con una tradición de coaliciones y de participación en la política institucional, tanto parlamentaria como de gobierno. Tenía bases profundas en el movimiento popular chileno, especialmente en las tradiciones del movimiento obrero, del mundo sindical y estudiantil. Tenía fuerte arraigo en la cultura nacional y en la adhesión y participación de figuras emblemáticas del campo cultural chileno, entre las que destacaban las figuras de Violeta Parra y Pablo Neruda. Se basaba en una lectura realista de la institucionalidad del país y de las posibilidades que ésta le abría a una opción como la que encarnaba.
A nivel internacional, la vía democrática, “con empanadas y vino tinto”, era consistente con las políticas de las izquierdas europeas, especialmente italiana y francesa que buscaban su participación en el gobierno sobre la base de la unidad de la izquierda, así como era bienvenida por la URSS que a partir del año 1956 -al constatar la imposibilidad de la vía insurreccional en Europa occidental- proclama la necesidad de la coexistencia pacífica del campo socialista con el capitalista y la fórmula de la vía pacífica al socialismo.
Distinto es el caso de China, el maoísmo nunca tuvo real influencia en la izquierda en Chile, salvo en pequeños y marginales círculos académicos. Sin embargo, Cuba sí terciaba fuertemente tanto en la construcción del imaginario de la revolución como en alimentar una izquierda rupturista, convencida del camino de las armas como única vía posible para la revolución, marcando con su impronta al partido socialista y al MIR.
Entrado el año 1970, en el PCUS veían con expectativas y destacaban positivamente el hecho que la Unidad Popular construía entendimientos con la democracia cristiana; sin embargo, ya a fines de 1971 aparecen notas críticas en los informes oficiales que reclaman por la lentitud del proceso revolucionario y las -a su juicio- debilidades del mismo, entre las que se contarían la indefinición acerca de los modos para alcanzar el objetivo socialista, insinuándose que no es descartable un vuelco hacia el camino más tradicional de la vía armada para lograrlo. En el fondo se plantea críticamente que la vía chilena no enfrenta la resolución de la cuestión del poder, el asunto clave de toda revolución de acuerdo a la teoría leninista.
Tras el golpe, se explicó el fracaso y se enjuició a la Unidad Popular por no prever “la idea leninista sobre la necesidad de quebrar el aparato estatal burgués”[1], en otras palabras se impuso un cuestionamiento a la vía democrática definida en los términos de Salvador Allende y se consolidó la tesis de responsabilizar al fracaso por la ausencia de una política militar.
Las “garantías Constitucionales” firmadas por Allende fueron consideradas un obstáculo a la revolución pues implica “conservar la libertad absoluta de prensa, respetar los derechos de la oposición y mantener lealtad a la Constitución. En la práctica, esto significa el compromiso de conservar todas las instituciones democrático-burguesas (…) es decir, rechazar el quiebre revolucionario del antiguo aparato estatal, incluido el ejército, los servicios de seguridad, etcétera[2]”. En otras palabras, la crítica soviética a la estrategia de Allende afectaba el corazón de la misma, que era el respeto de la institucionalidad democrática. El proyecto de transición al socialismo chileno fue descartado como un proyecto viable.
La historiadora Olga Ulianova, especialista como pocos en las relaciones de la URSS con la izquierda en Chile, sostiene que para el partido comunista de la Unión Soviética (PCUS), “la vía pacífica significaba sólo un camino distinto de aproximación al socialismo, influyendo en los plazos y las etapas, pero no modificaba en absoluto el modelo de la sociedad que se pretendía construir. En efecto, junto con la introducción del concepto de la vía pacífica, se mantuvo a la vez el concepto de la dictadura del proletariado en los programas del PCUS y de los PC que conformaban el movimiento bajo su liderazgo”[3].
Allende, por su parte, eludía lo que en el marxismo ortodoxo se definía como “la necesidad histórica de la dictadura del proletariado” explicando los fundamentos de su proyecto en el mensaje al Congreso Pleno del 21 de mayo de 1971. Allí afirmaba que
“nuestro Programa de Gobierno se ha comprometido a realizar su obra revolucionaria respetando el Estado de Derecho. No es un simple compromiso formal, sino el reconocimiento explícito de que el principio de legalidad y el orden institucional son consubstanciales a un régimen socialista, a pesar de las dificultades que encierran para el período de transición”.
Su visión gradualista la hacía explícita en estas palabras:
“Nuestro camino es instaurar las libertades sociales mediante el ejercicio de las libertades políticas, lo que requiere como base establecer la igualdad económica. Este es el camino que el pueblo se ha trazado, porque reconoce que la transformación revolucionaria de un sistema social exige secuencias intermedias. Una revolución simplemente política puede consumarse en pocas semanas. Una revolución social y económica exige años”.
La valoración de la democracia, el pluralismo y el estado de derecho eran ideas que se afirmaban en la experiencia política democrática de la izquierda chilena, pero iban a contracorriente del pensamiento ortodoxo del marxismo leninismo para el cual la democracia liberal es una forma camuflada de dictadura de clase.
La izquierda europea leyó de manera distinta lo ocurrido. El interés por Chile de los comunistas italianos, el partido de Gramsci, (PCI), viene de 1964 cuando Eduardo Frei conquista la presidencia y hace evidentes las relaciones de equivalencia entre la realidad política chilena y la italiana, que contaban ambas con una fuerte democracia cristiana y una izquierda marxista igualmente poderosa. Al respecto el trabajo del historiador Alessandro Santoni es ilustrativo[4].
Para los comunistas italianos la victoria electoral de la Unidad Popular en 1970 cayó “como anillo al dedo”. En efecto, el PCI venía desde hace ya un tiempo promoviendo la autonomía de su partido respecto de las orientaciones de Moscú y reivindicando las especificidades de cada país para definir sus estrategias. Para ellos, entonces, el camino era la unidad de la izquierda para alcanzar el gobierno por la vía electoral, pero la revolución cubana y el mito del Che habían conquistado los corazones de las juventudes de izquierda abriendo paso a movimientos radicales -incluso que derivarían en el terrorismo como es el caso de las Brigadas Rojas- que cuestionaban el camino institucional que encarnaban los comunistas.
En tal contexto, la experiencia de la UP en Chile representaba una doble cualidad: por un lado, afirmaba el valor de la singularidad de un proceso nacional inédito y por el otro, permitía levantar un mito político atractivo que enfrentara o al menos redujera el entusiasmo hacia los barbudos cubanos.
Henry Kissinger, atento a estas afinidades señalaba que “el éxito de un gobierno marxista elegido en Chile, podría probablemente tener un impacto, y también valor como precedente, para otras partes del mundo, especialmente Italia”[5]. En esos años el New York Times habló de “espaguetis con salsa chilena” refiriéndose a las afinidades de ambas izquierdas. Santoni destaca como el PCI alabó y compartió la estrategia de la unidad de la izquierda –hay que decir, también reforzada por Mitterrand en Francia- hasta que comprendió las limitaciones que ésta presentaba para construir mayorías y resolver las dos cuestiones esenciales a la luz de la realidad italiana: la convergencia del movimiento obrero con las capas medias y del PCI con el catolicismo. Sin embargo, la propia evolución de la situación en Chile y las críticas a la conducción de la UP que los comunistas italianos empezaron a comentar entre ellos, llevó a que después del golpe, sus conclusiones fueran francamente dispares a las enseñanzas que extrajo Moscú.
Ya en 1971 con el asesinato de Edmundo Pérez Zujovic en junio y la marcha de las cacerolas en diciembre, en el contexto de la visita de Fidel Castro al país, dejó ver los peligros que enfrentaba la Unidad Popular y el costo que tendría la actividad de los grupos extremistas para el gobierno. Por su parte, los partidos de la UP empezaban a mostrar diferentes lecturas sobre su programa: Mientras que para Allende y el PC se trataba de reformas económicas y sociales en una perspectiva nacional y modernizadora, para el PS, el MIR y sectores del MAPU se trataba de instaurar en breve plazo el socialismo y por ende buscar el enfrentamiento directo “con la burguesía y el imperialismo” para resolver “la cuestión del poder”.
Según Santoni, para el PCI “la necesidad de ganar el consenso de los sectores medios, tenía su corolario en la exigencia de neutralizar la política de los sectores más radicalizados que se hallaban a la izquierda de los comunistas”. La ambigüedad de Allende en sus relaciones con el MIR y con su propio partido que se situaba en la vanguardia de la crítica “revolucionaria” al gobierno, fue alentando una visión crítica entre los líderes del PCI tanto de la conducción económica -la calificaron de ingenua e improvisada- como a la estrategia política que no dejaba ver claridad alguna en la UP respecto de cómo conquistar a las capas medias y acercarse políticamente al partido que mayoritariamente las representaba: el PDC.
Las críticas de los líderes del PCI se vieron confirmadas en los acontecimientos de 1973 en que tras las elecciones parlamentarias la crisis política se agudizó, la derecha y la DC bajo el liderazgo de Frei se inclinaron por el golpe de estado y el gobierno no solo profundizó errores (la Escuela Nacional Unificada fue emblemática al respecto) sino que tampoco logró salir del inmovilismo al que lo llevaron las contradicciones estratégicas de su coalición.
Tras el golpe de estado, el PCI movilizó todas sus energías en la solidaridad con Chile, pero también realizó la reflexión que lo llevaría a conclusiones muy distintas de las emanadas desde la URSS y Cuba. En palabras de Berlinguer: “siempre hemos pensado -y hoy la experiencia chilena refuerza esa convicción- que la unidad de los partidos de los trabajadores y de las fuerzas de izquierda no es condición suficiente para garantizar la defensa y el progreso de la democracia, donde se contraponga a un bloque de partidos que se ubica desde el centro hasta la extrema derecha”.
El histórico líder Giorgio Napolitano proponía que el PCI “sin faltar a sus deberes de solidaridad (con los chilenos) debía desarrollar una crítica abierta de la política de la Unidad Popular hacia la oposición, política que no había suficientemente tomado en cuenta la necesidad de una relación de compromiso con la DC”[6].
Para el PCI la derrota de la Unidad Popular o el fracaso de la “vía chilena” presentaba un problema estratégico que iba al corazón de su política ya que no faltaron los que creyeron ver en esta experiencia frustrada un cuestionamiento radical a la política desarrollada por los partidos comunistas europeos. Por eso, para reafirmar la validez de la vía democrática, el PCI defendió con vehemencia la necesidad de una política de alianzas que supere la mera unidad de la izquierda y criticó mordazmente a la ultraizquierda, a la que acusó de ser objetivamente aliada de la reacción.
En otras palabras, los partidos comunistas de Europa occidental, especialmente el italiano, el francés y el español, abandonaron la idea leninista sobre “la necesidad de quebrar el aparato estatal burgués” y excluyeron la necesidad de la dictadura del proletariado, abrazando la democracia liberal como escenario ideal y como límite para su acción, acercándose a lo que había sido la práctica histórica de la social democracia europea.
En Chile, como es evidente, estos debates no solo no pasaron desapercibidos sino que tuvieron su propia versión nacional e influyeron notoriamente en la evolución política posterior del partido comunista, que asumió la necesidad de contar con una política militar dando origen al FPMR y la ilusión insurreccional, así como del mundo socialista que se sumergió en el proceso de renovación socialista y conformó una alianza histórica con la democracia cristiana.
La lectura sobre el período de la Unidad Popular y las razones del fracaso de la vía chilena tiene una sorprendente actualidad. La sombra de Allende y la Unidad Popular sigue extendiéndose sobre nuestras cabezas.
[1] Instituto del Marxismo Leninismo del CC del PCUS (Informe de A.N.Sobolev: Revolución y Contrarrevolución: Lecciones de Chile y Problemas de la Lucha de Clases (1975). Citado por Ulianova, Olga.
[2] Instituto de América Latina de la Academia de Ciencias de la URSS “Informe sobre la situación”. Citado por Ulianova.
[3] Ulianova, Olga. La Unidad Popular y el golpe militar en Chile. Percepciones y análisis soviéticos. Estudios Públicos nº 79 – Santiago, 2000.
[4] Santoni Alessandro. El comunismo italiano y la vía chilena. Los orígenes de un mito político. RIL editores y USACH. Santiago. 2011.
[5] Citado por Santoni (2011) p. 107.
[6] Citado por Santoni 2011. P.200
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