Tengo una enorme confianza en que una iniciativa como el “Grupo 61+. Para la reforma del sistema político”, del que soy parte y que comprende un conjunto muy destacado y variado de personas, puede hacer una enorme contribución para ordenar el debate y acercar posiciones entre distintas propuestas que han empezado a circular y que plantean la superación del presidencialismo.
Ahora que han empezado a hacerse propuestas concretas sobre el sistema político, el país se empieza a desorientar: Parlamento ¿unicameral o bicameral? Presidencialismo ¿atenuado o exacerbado? ¿Crear un vicepresidente o designar un Primer Ministro? ¿Cabe o no la disolución anticipada de la Cámara?
La mejor manera de darle sentido a este debate es precisar primero qué es lo que necesitamos como sistema político. A la luz de nuestra historia, que políticamente ha sido muy rica y a veces muy trágica ¿cuáles deben ser los objetivos que debemos tratar de alcanzar en la nueva Constitución? Y después ordenamos los instrumentos. Si queremos un gobierno fuerte hay instrumentos que sirven y otros que conducen a gobiernos débiles.
El país necesita un gobierno fuerte
Los problemas que tenemos hacia adelante son enormes: la sequía; la desigualdad; La Araucanía; la inmigración; un orden público eficaz y respetuoso de los derechos; el narcotráfico; y un largo etcétera. Seamos francos, si necesitamos un gobierno fuerte el presidencialismo no sirve. Esa es la lección de nuestra historia. La experiencia de Chile en 71 años (de 1932 a 1973 y de 1990 a 1921) es que en 64 años tuvimos gobiernos presidenciales minoritarios que es una de las formas más débiles e ineficientes de gobiernos. El presidencialismo es un gobierno de división de poderes; en cambio la teoría y la práctica indican que los gobiernos más fuertes son de unidad de poderes y esos son el parlamentarismo y el semipresidencialismo, donde la mayoría del Parlamento nombra al Jefe de Estado.
Terminar con el conflicto permanente entre el Ejecutivo y Parlamento
El país está cansado de esta guerra que termina hundiendo el prestigio de la política, tanto del presidente como del Congreso. El presidencialismo, en nuestra historia, está en el origen de este mal, pues en él tanto el presidente como el parlamento duran un término fijo, ni un día más ni un día menos, aunque el gobierno sea inepto y el parlamento irresponsable. Por el contrario, tanto el parlamentarismo como el semipresidencialismo le dan una salida normal, institucional, a este tipo de crisis y lo hacen al establecer que si el Parlamento quiere poner término al mandato del Primer Ministro, puede censurarlo; pero sí éste considera que esa es una decisión injusta, el Primer Ministro tiene el derecho a disolver anticipadamente al Parlamento y llamar a nuevas elecciones. El choque de poderes termina en que el soberano, el pueblo, decide quien predomina.
Terminar con gobiernos “tullidos” e ineficientes
Aun un defensor tal activo del presidencialismo como Arturo Fontaine debe reconocer la crítica que Bagehot hiciera al presidencialismo de que “el ejecutivo queda tullido al no obtener las leyes que necesita, y el legislativo se malcría al tener que actuar sin responsabilidad; el ejecutivo no está a la altura de su nombre, pues no puede ejecutar lo que decide; la legislatura es desmoralizada por la libertad, al tomar decisiones cuyos efectos recaerán sobre otros y no sobre ella misma”. Esa ha sido la historia de Chile por un siglo. Fontaine, además, concuerda en que “la principal ventaja del parlamentarismo es su eficiencia y celeridad para tomar decisiones”. Asunto que no está demás recalcar cuando leyes fundamentales y urgentes demoran cinco y más años para ser aprobadas.
Un sistema que controle los excesos parlamentarios
Hoy, en Chile, la institución más desprestigiada es el parlamento. Sin embargo, de un modo erróneo circula la idea falsa de que el parlamentarismo y el semipresidencialismo le entregan mayor poder a los parlamentarios. En rigor, en estos sistemas los parlamentarios tienen menos poder y menos incidencia en la legislación. Frente a un parlamento desbocado, que excediendo sus atribuciones puede crear una rotativa ministerial, quebrar las políticas públicas y hacerlo de manera irresponsable, el presidencialismo no puede ni censurarlo ni revocarlo. En cambio, sus sistemas alternativos consideran la disolución anticipada de la Cámara, lo que se ha mostrado como una eficaz manera de moderar los excesos de los congresistas.
Terminar con el pluripartidismo extremo
En el parlamento que se inaugura en marzo van a haber 23 partidos con representación parlamentaria. En ese caos ningún sistema político, sea presidencial, parlamentario o lo que sea, puede funcionar. Esta es una exigencia sí o sí. Bastaría aprobar la disposición que existe en muchas Constituciones de que el Partido que no alcance el 5% de los votos a nivel nacional no tiene representación parlamentaria para que el número de partidos en Chile disminuyera de 23 a unos seis o siete. Paralelamente debieran prohibirse los pactos electorales, sancionar el transfuguismo y el camisetazo.
Disponer de un mecanismo no traumático para poner fin anticipado a un mal gobierno
Vivimos en un mundo en que el mal gobierno es muy frecuente. El parlamentarismo y semipresidencialismo son capaces de enfrentar, de un modo democrático y no traumático, este problema, no así, en cambio el presidencialismo. Si el parlamento considera que está frente a un mal gobierno, puede, del mismo modo que lo nombró, cesarlo en su cargo y nombrar a un nuevo equipo. Sin traumas. Por tanto, un mal gobernante puede durar muy poco y uno que se considere bueno se puede prolongar por mucho tiempo como han sido los casos de Adenauer, Thatcher, Felipe González, Merkel, Tony Blair, permanecer en el poder por diez y más años.
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