Mi lectura es que los espacios de poder ganados por las mujeres en las últimas décadas, cuyo epítome simbólico fue la primera elección de Bachelet, han implicado pérdidas concretas y percibidas como ingratas por muchos hombres. Hombres que sienten que han tenido que reprimirse en lo público, adecuándose a regañadientes al lenguaje de lo políticamente correcto, en una suerte de negación retórica.
No en vano, las mujeres son percibidas por los hombres como las principales beneficiarias de los avances de la sociedad en los últimos años. Si ellas han avanzado diez pasos, los hombres proyectan haber avanzado sólo cinco.
En el plano económico, mientras las mujeres han ampliado su participación laboral -objetivamente bastante menos de lo que perciben los hombres-, ellos experimentan nuevas tensiones por mayores demandas en tareas domésticas y de cuidados no remuneradas, agudizadas durante el confinamiento impuesto en pandemia. Eso a pesar de los datos, que evidencian que son ellas las que objetivamente han soportado mayor sobrecarga por la superposición de roles, con impacto manifiesto en su salud mental.
La pérdida de poder tanto político como económico se vive subjetivamente por los hombres como pérdida de control, generando emociones contradictorias, altamente sensibles al contexto oscilantes. Por momentos, prima el lado positivo que abre oportunidades de desarrollo personal, familiar y social a los hombres. Pero al mismo tiempo, y más en épocas de incertidumbre económica y laboral como la que enfrentamos, también asusta, frustra e incluso enrabia, lo que se refleja en el incremento de las tasas de violencia doméstica que hemos conocido durante la crisis sanitaria.
En diversos estudios, hemos detectado que la sensación no explícita de incomodidad, particularmente entre los hombres de 45 y más, emerge frente a la evidencia del mayor protagonismo social y personal de las mujeres. El aumento de la incidencia de la mujer en lo público, su mayor independencia económica y la creciente autonomía sexual y reproductiva desafía las formas tradicionales de relación interpersonal y de la organización del trabajo y la vida cotidiana.
Si bien es cierto que las nuevas formas de relación y organización social se articulan en un contexto más simétrico e igualitario, el machismo (particularmente el masculino) no desaparece por ley y continúa desplegándose de manera encubierta. Se adapta así a una sociedad que ya no permite la discriminación abierta, explícita y prepotente: lo que antes era un sentido común propio de la idiosincrasia nacional, hoy es reprochable y grosero.
Ante la resistencia natural que genera la pérdida de poder, inevitablemente seduce avizorar la opción de recuperarlo. Y esa seducción ha llegado como oferta electoral representada en la explosiva candidatura de José Antonio Kast. Como decíamos, empujada principalmente por los hombres.
Hombres que adhieren al candidato republicano y su llamado a esa tribu masculina desorientada, incómoda con el lenguaje políticamente correcto, el crecimiento de una cultura feminista y los llamados a la paridad laboral y a la simetría doméstica. Hombres que no se encuentran cómodos frente a lo que ven como imposiciones amenazantes, que necesitan recuperar el control y transferir culpas para combatir la incomodidad de su pérdida.
Una subjetividad que hace match con la propuesta de JAK de terminar o fusionar el Ministerio de la Mujer debido a los suficientes avances que habrían conseguido las mujeres; una subjetividad a la que no le hace ruido que el Estado penalice a las mujeres por interrumpir voluntariamente embarazos no deseados, incluso en casos de violación, o que se naturalice premiar a las familias tradicionales con beneficios particulares, omitiendo que la mayoría de los hijos nacen fuera del matrimonio y el alto porcentaje de hogares unipersonales liderados por mujeres.
Sin duda no es el machismo explícito ni el latente el que ha diseñado y explica por sí sólo el crecimiento de la candidatura de José Antonio Kast. Sin embargo, lo está apalancado al encontrar en las propuestas revestidas de sentido común del candidato, un espacio catártico para esa masculinidad amenazada en sus espacios históricos de poder ante los avances de las mujeres.
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