Nicolás Grau: Padre de sí mismo. Por Rafael Gumucio

Escritor y columnista
El ministro Grau durante su visita a la región del Biobío.

Frente a esta aceleración irracional del mundo, todos somos Huachipato. Grau se enfrenta quizás a esa verdad que nadie quiere en el gobierno o la oposición asumir. No es solo la industria pesada la que está en crisis, sino la industria ligera, la liviana economía de los que redactan discursos, de los que ilustran textos, de los comparten información, de todos los que manejan letras y no cifras.


Nada puede graficar mejor lo que le ha costado a la nueva generación gobernar que poner en la misma página una foto de Nicolás Grau entrando al gabinete y otra de esta semana en medio de la multitud indignada de trabajadores de Huachipato. Quizás porque es el más lucido entre sus compañeros su generación, su rostro refleja mejor que ningún otro el peso de las responsabilidades que lo han convertido, en dos años, en el padre de sí mismo.

El cierre de Huachipato, lugar que simboliza de tantas maneras la historia de una industria propia, no puede más que ser vivido para el gobierno que quería devolverle los trenes a Chile, como un desmentido final a su proyecto. Pero el rostro de Grau no es solo el del que acaba de despertar de un sueño, sino del que interrumpió una pesadilla, apurado, asustado, sin saber muy bien qué viene después.

El viejazo no tiene que ver entonces con la responsabilidad asumida, sino con la falta de un plan de cómo salir de aquí.

El diputado Winter fue el primero en decirlo con meridiana claridad: Falta saber en qué el gobierno fundará su diferencia. Es la batalla de las ideas, la de los proyectos, la de discursos posibles. Una falta de discurso ante la que los comunistas quieren responder con el puro voluntarismo de una calle que hace años que no controlan. Mientras el resto busca, para el unificado Frente Amplio, un logo que se parezca lo más posible a uno de RN.

Mientras a Grau le golpea en plena cansada cara la simple pregunta de ¿Qué estoy haciendo en Hualpén anunciando lo que cualquier otro gobierno, de derecha, izquierda o centro anunciarían más o menos igual? Aunque quizás lo grave no sea el anuncio y sus desmentidos varios, sino la sorpresa, o, para ser generoso, la falta de anticipación con que todo le sucede, no solo al ministro de Economía, sino a casi todo el gabinete.

Si alguien dentro del Frente Amplio tendría que saber cuál es el plan para este economista, ampliamente posgraduado, generalmente seguro de sí mismo, culto y certero que, de un tiempo a esta parte, no parece apuntarle mucho a nada. A cargo de aligerar la permisología y reactivar una economía que lleva dos décadas sin inventar nada nuevo, parece solo, abandonado a su suerte, tratando de abrir con un llavero de cien llaves que no ajustan a la cerradura, las puertas del mañana.

Huachipato es así el símbolo de esta impotencia programada. La usina de acero es grande, ruidosa, llena de obreros como los de antes. Compite con chinos sin nombre en el despiadado mercado mundial. Son el pasado de una industria chilena cada vez más improbable, pero también son el símbolo de la verdadera dificultad que enfrenta el gobierno.

Una dificultad que casi hizo caer al gobierno anterior y que tiene enloquecida a la mayoría de las democracias del mundo occidental:

Huachipato es un mundo que muere fruto de una competencia desleal. Pero hay otro Huachipato invisible en miles de escritorios y computadores de miles de chilenos en estos mismos momentos. Dibujantes, periodistas, publicistas, pero también funcionarios de correo, armadores de autos, miles y miles de profesiones y negocios que están quedando obsoletas con las nuevas tecnologías, incluidas, en primer lugar, la inteligencia artificial que pone en cuestión nada menos que la frontera de lo humano.

Inteligencia Artificial que convierte la discusión sobre la reforma laboral y el teletrabajo, tal como se la discute ahora, en obsoleta, dejando más indefenso cada día a este trabajador sin usina, sin lugar de trabajo, sin compañeros de fabrica con que armar algún sindicato a la merced de las decisiones de dos o tres multimillonarios que viajan en sus aviones propios de San Francisco a Nueva York con escala en Davos u Osaka.

Culpar a los woke de todos los males de nueva izquierda, se ha hecho rutinario. Pero lo cierto es que, si se ve detrás de sus ridículos pronombres y su más ridículo victimismo, se puede encontrar la verdadera incomodidad, el verdadero dolor, del que se tiene que hacer cargo la izquierda, nueva o antigua.

El proletario sin industria, que muchas veces es un profesional con diploma y todo, que vive, merced a una tecnología que concentra de un modo nunca visto toda la riqueza y el poder en dos o tres manos, en una precariedad de la que no ve salida.

Jóvenes que quieren convencerse de que no quieren tener los hijos que no pueden alimentar, que no quieren los trabajos donde no ascenderán, que desprecian las casas que no podrán comprar, condenados a ser alumnos en práctica de una economía eternamente enfriada. Como si de alguna manera la pandemia no terminara nunca de terminar para ellos.

Frente a esta aceleración irracional del mundo, todos somos Huachipato. Grau se enfrenta quizás a esa verdad que nadie quiere en el gobierno o la oposición asumir. No es solo la industria pesada la que está en crisis, sino la industria ligera, la liviana economía de los que redactan discursos, de los que ilustran textos, de los comparten información, de todos los que manejan letras y no cifras.

Es algo que se supone que un gobierno joven debía haber comprendido mejor que nadie. Aunque quizás una de las características de esta juventud, es justamente su dificultad en admitir que sus problemas espirituales son muchas veces solo materiales. Su dificultad de hacer entender que los privilegios de los que les acusan son el otro rostro de la miseria de una economía que no sabe cómo crecer sin explotar.

Huachipato, la permisologia, la reforma laboral o la tributaria pierden en gran parte sentido si uno recuerda esa otra economía que viaja en moto transportando sándwiches y personas. Esa que vive de vender y comprar inmigrantes en las fronteras y traficar todo lo que se puede traficar sin boletas, sin permisos, sindicatos, baños, vacaciones ni días feriados. Es sobre todo la sensación cierta de que esta informalidad es cada vez menos marginal, que en ella vive cada vez más la clase media ilustrada, quizás la clave de un discurso posible para la nueva izquierda.

Marx basó su teoría en las miserias de la gran revolución industrial, mirar la de esta mucho más enorme puede ser una respuesta. Habría que pensar cómo y cuándo. Apurado dando respuestas que no tiene, Nicolás Grau, quien fue alguna vez el pensador del grupo, parece perder las fuerzas que le quedan pidiendo perdón por existir. Representa así la tragedia de una generación nacida para hacer las preguntas correctas, que le ha tocado el sinsabor de no saber ninguna de las respuestas que su tiempo con urgencia le pide.

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