Llaitul y el engaño de la causa mapuche. Por Sergio Muñoz Riveros

Ex-Ante
Héctor Llaitul, en una imagen de 2017. Foto: Agencia UNO.

El juicio a Héctor Llaitul está contribuyendo a iluminar una experiencia muy oscura en la vida nacional, que ha significado la pérdida de vidas humanas, destrucción de bienes y, ciertamente, mucho miedo. Debería estar claro que la paz no llegará a La Araucanía y las demás regiones afectadas sin una acción enérgica del Estado para imponer la ley.


El juicio oral que lleva adelante el Ministerio Público contra Héctor Llaitul puede convertirse en una pieza fundamental del esfuerzo del Estado por desbaratar las redes del terrorismo y el bandolerismo en la Macrozona Sur.

El fundador de la Coordinadora Arauco Malleco está acusado de los delitos de incitación y apología de la violencia, contemplados en la Ley de Seguridad del Estado, y de los delitos de hurto de madera, usurpación y maltrato a la autoridad, contemplados en el Código Penal. Pero, además, la Fiscalía de Alta Complejidad ha aportado evidencias de otros delitos, obtenidas del teléfono celular de Llaitul, que se relacionan con el ingreso de armas desde Argentina y Cuba.

Eran muchos los antecedentes sobre las andanzas de Llaitul, entre ellos sus viajes a Venezuela, que justificaban sobradamente una acción penal como la que está en curso, pero algo parecía trabarla. Finalmente, ella se materializó y, es de esperar, que el Ministerio Público llegue hasta el fondo de las responsabilidades comprometidas. Es increíble que, por tantos años, la CAM y las otras organizaciones delictuales hayan sembrado, casi impunemente, el terror en la Macrozona Sur, lo que determinó que mucha gente sintiera que el Estado se había vuelto impotente.

Hoy, queda en evidencia que el camuflaje de la reivindicación étnica sirvió para tapar robos, extorsión, narcotráfico, quema de maquinaria agrícola, bodegas, viviendas y hasta iglesias. Detrás de ello, camaleonismo político: el castrismo/guevarismo transmutó en indigenismo. Llaitul y sus seguidores crearon la imagen de un pueblo oprimido por el Estado chileno, y así obtuvieron apoyo internacional. La realidad es que, las familias mapuches que anhelan vivir y trabajar en paz han sido víctimas directas de la CAM, como lo han comprobado muchos obreros forestales mapuches que han sido agredidos por los delincuentes.   

Llaitul estudió en los años 80 en la UC de Valparaíso y luego en la U. de Concepción, donde terminó la carrera de Trabajo Social. Formó parte del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y, más tarde, del Frente Patriótico Manuel Rodríguez.

En el libro que publicó junto al exministro Jorge Arrate (“Weichan”, ediciones Ceibo, 2012), recordó su experiencia en el FPMR, que partió en Valparaíso: “En el Frente, nunca pasé por las milicias rodriguistas, fui directamente asignado a los grupos operativos territoriales; luego pertenecí a los grupos especiales urbanos y, finalmente, me mandaron al trabajo estratégico, a las fuerzas estratégicas de las FAR (Fuerzas Armadas Rodriguistas), un grupo de elite que debía pasar, se suponía, a conformar la guerrilla en el sur”.

A fines de 1993, Llaitul se distanció del FPMR, y se concentró en la creación de una fuerza que levantara la condición indígena como elemento de cohesión. Al terminar 1997, mientras gobernaba el presidente Frei-Ruiz Tagle, se produjo la primera acción de la CAM: la quema de varios camiones en Lumaco. En las décadas siguientes, devastación en gran escala. El negocio político de la raza llevó a Llaitul a plantear el objetivo de crear una nación mapuche, separada de Chile. Tal perspectiva fue apoyada en los hechos por los izquierdistas santiaguinos que pedían “desmilitarizar la Araucanía”, mientras las FARC colombianas apoyaban a la CAM.

La tragedia de la Macrozona Sur ha sido favorecida por académicos, parlamentarios y periodistas que, con nuevas excusas, sostenían en realidad que el fin justifica los medios. Llaitul era recibido en las universidades de la Araucanía como un Lautaro redivivo, héroe de la lucha contra el nuevo poder colonial de Santiago y con buenos motivos para ser violento.

Una especie de militancia indigenista se extendió entre los universitarios de Temuco, Concepción, Valdivia y otros lugares, que justificaba las acciones de los grupos incendiarios como la respuesta natural a cinco siglos de injusticia. Esa fue la línea seguida en la Convención por quienes rendían pleitesía a Elisa Loncon y no dudaron en aprobar el proyecto de Constitución que creaba las “autonomías territoriales indígenas”. Podemos imaginar lo que eso hubiera significado.

El país ha pagado un alto costo por la incomprensión y falta de coraje de varios gobiernos respecto de lo que efectivamente ocurría en La Araucanía. Ello se tradujo en el criterio de que había que repartir tierras para detener la violencia. No era así. Los “agricultores” de la CAM nunca han estado interesados en ello, sino en la creación de una especie de gran Temucuicui, donde pudieran concentrarse en “los negocios rentables” y en poner en marcha el proceso separatista.

La idea de que la paz dependía de la entrega de tierras fue reforzada por el gobierno de Boric al crear a fines de 2022 la Comisión por la Paz y el Entendimiento, con el fin de “saldar la deuda con el pueblo mapuche” en materia de tierras. ¿De qué magnitud es esa deuda luego de que la Conadi ha repartido miles de hectáreas en 15 años? Nadie lo sabe. Boric ha demostrado tener ideas muy distorsionadas acerca de varios problemas nacionales, pero respecto del sur ha sido mucho peor. Si llegó a decir que allí hay “un conflicto entre el Estado chileno y el pueblo mapuche”, es difícil esperar algo bueno.

El juicio a Llaitul está contribuyendo a iluminar una experiencia muy oscura en la vida nacional, que ha significado la pérdida de vidas humanas, destrucción de bienes y, ciertamente, mucho miedo. Debería estar claro que la paz no llegará a La Araucanía y las demás regiones afectadas sin una acción enérgica del Estado para imponer la ley.

Ha sido un avance el estado de emergencia, pero llegará el momento en el que será necesaria una ofensiva policial/militar con el objetivo de desarticular a las bandas armadas. El presidente, la ministra del Interior y la ministra de Defensa tienen la responsabilidad de definir una estrategia orientada en tal sentido.

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