Perfil: Felipe Guevara, pícaro municipal. Por Rafael Gumucio

Escritor y columnista
Felipe Guevara, en una imagen de 2019 cuando ejercía como Intendente de la Región Metropolitana. Foto: Agencia UNO.

No puedo dejar de admirar a esos personajes que saben vivir del cuento. Aunque modera mi admiración la sensación de que quizás no saben vivir de otra cosa, que quizás por eso creen poderse salvar tarde o temprano de la vergüenza de los tribunales y las tribunas. No tienen otra que confiar en esa rueda del destino en que los invierten, dejándonos con su caída, como en las buenas novelas picarescas, un retrato desde dentro de las contradicciones y quebraduras de nuestra sociedad.


La picaresca es un género de novela que nació en España a mediados del siglo XVI. Lo fundó tal vez el más variado, longevo e inesperado de todos los escritores: Un tal “Anónimo”.

Que no se supiera el nombre del autor de “El Lazarillo de Tormes” era imperativo para él, ya que en la novela contaba los secretos, desventuras y miserias de una serie de poderosos de entonces. También contaba las miserias de unos cuantos mendigos, ciegos y pobres de solemnidad, demostrando a las claras que, para triunfar en la jerarquizada sociedad de ese tiempo, no bastaba con carecer de cualquier escrúpulo, sino que había que ser capaz de servir a los más diversos amos con la más aparente sumisión.

Así, en la picaresca, que no es solo la falta de moral o principio sino el servilismo que la acompaña, aparece la buena voluntad de guiar a un ciego, como lo hace el Lazarillo de Tormes, para robarle lo que mendiga. El pícaro es así amigo de sus amigos, santos devotos, siempre pronto a socorrer a los mismos que desvalijas. Y ser abogado y no alegar ante corte alguna, porque ya tienes comprados a los jueces, y ser policía y dedicarte a joder a la otra policía, sin tocar a los delincuentes, y ser alcalde y administrar donaciones e inaugurar centros comunitarios donde el principal beneficiario eres tú, o tu hermano, o los amigotes de la pandilla.

Felipe Guevara, de pronto implicado en el WhatsApp de Luis Hermosilla, lo tiene todo para ser un pícaro clásico de esta suerte de novelas. No viene de la pobreza, estudió en un colegio privado caro y en la Universidad Católica, pero uno adivina en su rostro un hambre más profunda que la misma hambre.

Profesor de Historia, ha ejercido, sin embargo, toda su vida de agente municipal. Algo así como administrador, captador, creador de actividades y negocios varios en la municipalidad de Vitacura, donde muchos de los esquemas de triangulación financiera y billetes directo al bolsillo de las autoridades, se ensayaron antes de generalizarse.

¿Cuánto de estas mecánicas de defraudación se deben a la mente siempre fértil de Felipe Guevara? No se sabe. Muchos de los casos están aun investigándose. Solo se sabe que de la nada, cuya apariencia mueve a cualquier cosa menos la confianza, pasó de ser la sombra del “Tronco” Torrealba a ser alcalde de Lo Barnechea. Un alcalde cuyo look no pegaba nada con la nevada comuna, aunque esta tenga en su corazón bolsones de pobreza donde Guevara pudo ejercer sus dotes de emprendedor social. La nube de contratos raros y contactos también extraños que siempre lo acompañan como una maldición, lo siguieron a Lo Barnechea, aunque logró una vez salvarse ileso.

Un misterioso golpe de suerte que se investiga le consiguió en otro municipio contratos millonarios a uno de sus hermanos. Todo eso, mientras Sebastián Piñera lo nombraba Intendente de la Región Metropolitana. Intendente no en cualquier momento de la historia, sino que, en pleno estallido social. Un estallido que en parte se rebelaba contra esa suerte perfecta que permitía a los Felipes Guevaras de este mundo pasar de un regio negocio a un negocio regio, casi todos ellos con dinero fiscal.

La manera en que toda esa elite, cuyo único mérito parece ser el descaro, se felicita a sí misma, y va repartiendo puestos y responsabilidades, sigue siendo el motor de una indignación que ya ni siquiera sabe cómo estallar. Una resignación indignada que ensucia toda y cualquier relación de confianza, cualquier vínculo social posible.

Aunque más desconcierta la sensación de impunidad con que nuestros pícaros siguen usando el WhatsApp, y hablando sin casi intermediarios para pedir expedientes, datos, nombres, números, que puedan salvarles una vez más el pellejo. Como si solo importara eso, tu pellejo por el que no dudas en hundir a las instituciones que representas, los juramentos que diste, sin hablar de la amistad o el amor lanzados todos a la escupidera del interés más inmediato.

Todos los gemidos meritocráticos, todos los incendios indignados, todas las transparentes comisiones pro-transparencia, todos los reportajes alarmados, todas las advertencias electorales, parecen inútiles. Nadie puede decir que el castigo no existe, y nadie puede creer que no lo ven los que incurren en estos delitos, pero siguen haciéndolo sin casi esconderse, dejando en mano de alguna Leonarda, sus destinos. No lo hacen porque sean torpe o confiados, sino porque en Chile la picaresca es una fuerza superior, anterior a cualquier otra.

Yo, por mi parte, no puedo dejar de admirar a esos personajes que saben vivir del cuento. Aunque modera mi admiración la sensación de que quizás no saben vivir de otra cosa, que quizás por eso creen poderse salvar tarde o temprano de la vergüenza de los tribunales y las tribunas. No tienen otra que confiar en esa rueda del destino en que los invierten, dejándonos con su caída, como en las buenas novelas picarescas, un retrato desde dentro de las contradicciones y quebraduras de nuestra sociedad.

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