Ávila, Loncon, Santibáñez, Campillai y cía.: La debilidad de los símbolos. Por Rafael Gumucio

Escritor y columnista

La idea de que el dolor es una especie de inmunidad diplomática resulta contraproducente a la larga. Nadie en la arena debe ser, ni puede ser inmune. El poder quita al que ejerce el carácter de víctima, le guste o no al que quiere ser las dos cosas. Es canallesco mostrar pedazos de mi vida que no tienen que ver con el ejercicio de la función, pero lo es menos si yo lo hago parte esencial de mi función. Ser un símbolo es un buen comienzo, pero cuando se queda en ese comienzo es también un cruel fin.


No se puede dudar que el Presidente quiso en esta cuenta pública recordar que estaba ahí, que sabe de lo que habla, y que quiere conectarse de alguna forma con lo que el poeta Armando Uribe llamó el “alma de Chile”. Su discurso, que tuvo los 50 años del golpe de estado como uno de sus ejes centrales, buscó en el pasado bacheletista más reciente su fuente. Así, su interpretación del golpe y de la UP no es otra que la de la Concertación mejor modulada, con ciertos acentos afectivos que son su imbatible sello.

Es la Unidad Popular sin la lucha de clases. Es Allende como el último demócrata (que fue) y no como el revolucionario inconcluso (que también fue). Es un poco lo que se puede ver en la imponente exposición de Cecilia Vicuña en el Bellas Artes, la UP como el proyecto de sembrar semillas que nunca se sembraron.

Así, puramente simbólico, fue el único trozo del discurso en que el Presidente le hizo un guiño a su gente. En una sola página mezcló el caso de Elisa Loncon, la interpelación al ministro Ávila, los insultos del Pastor Soto a la memoria de la hija de Marisela Santibáñez (y quizás también los insultos a la hija de Gonzalo de la Carrera de parte de unos anónimos) y la calumnia contra la senadora Campillai. A todos esos casos, de distintos orígenes, tenor y gravedad (algunos totalmente legítimos, otros burdos y otros francamente vulgares), los calificó de retroceso civilizatorio indignos de un país moderno ya bien entrado en el siglo XXI.

Para Chesterton, decir que algunas cosas no pueden ya pasar en el siglo XXI es tan caprichoso como decir que yo soy mejor porque vivo en 240 de la calle República y tú eres peor porque vives en 216. Con todo, los vicios que el Presidente denuncia son propios del siglo XXI y solo del siglo XXI.

Del siglo XXI es el tipo de ofensa radical que el twitter vierte sobre los mortales y del siglo XXI es el victimismo que lo acompaña como una sombra, o como una pareja de baile.

El racismo es viejo como el mundo y el clasismo y la homofobia también, pero en el siglo XX, para bien o para mal, la vida privada de los hombres públicos era un argumento que nadie se atrevía a exponer sin ser acusado simplemente de canalla. Un ministro de Educación no habría podido ser nunca abiertamente homosexual, aunque nadie le preguntaba a Jorge Alessandri con quién se acostaba o no. Los hijos morían, pero los padres generalmente no hablaban de ellos en el hemiciclo. La igualdad consistía en ser lo más igual posible y el Capitán Dreyfuss y sus defensores luchaban para que se investigaran sus papeles con la mayor acuciosidad posible porque su lucha era por llevar el uniforme de todos.

No era un mundo feliz, ni uno porque se pueda sentir alguna nostalgia. Era un mundo injusto, de hombres castrados y violentos, pero existía en él la idea de que el mundo de las ideas vivía separado de un modo, ilusorio pero real, del de las imágenes. Es cierto, en ese mundo creció Gandhi, el primer político que hizo de su figura, su cuerpo y su forma de vestir, un argumento político. Un símbolo muy útil a la hora de independizar a India, pero contraproducente a la hora de unir las religiones e identidades de su país. Su mejor seguidor Martin Luther King vivió bajo el chantaje del FBI que había seguido su vida privada con lo que contaba destruir su vida pública. Algo que no se podía hacer con Churchill o Roosevelt o Stalin.

La fragilidad de la política de los símbolos reside justamente en que es imposible controlar lo que esos símbolos pueden simbolizar cuando ya no los maneja el simbolizado. Se puede aplaudir ayer a un ministro porque asume su homosexualidad y luego culparlo de ello de manera miserable, pero por eso mismo eficaz. Lo mismo el carácter mapuche de la doctora Loncon o la virginidad del profesor Silva. Las redes sociales que te convierten un trending topic pueden emocionarse con la muerte de un hijo o la ceguera que recibiste en mano de la policía, y luego insultarte por lo mismo, dudar de tu dolor, y escupirte en la cara, todo eso con la mayor de las publicidades, el mayor escarnio y el más completo éxito.

Todo eso es canallesco, pero no es injusto. La idea de que la humanidad va mejorando no resiste ningún análisis. Lo cierto es que el morbo solo ha conseguido, con el progreso, espacios para ejercer su reino sin piedad. Uno de esos espacios es justamente la pretendida “bondad” con que “empatiza” el que solo quiere más detalles para luego vomitar si el “empatizado” lo decepciona de alguna forma.

El que aplaude que expongas tu vida privada tiene derecho luego a pifiar cuando las cosas no ocurren como quieren. Y ahí está el problema: Si el ministro Ávila fuera un ministro de educación proactivo, enérgico, con iniciativa, los cobardes que lo acusan por amar a quien ama no se atreverían siquiera a pensarlo. Lo mismo se podría decir al revés en el caso de la senadora Campillai. Si no hubiese resultado un aporte, una mujer seria y dedicada en el Senado, la diputada Cordero no habría perdido su tiempo atacándola del modo artero en que la atacó.

La idea de que el dolor es una especie de inmunidad diplomática resulta contraproducente a la larga. Nadie en la arena debe ser, ni puede ser inmune. El poder quita al que ejerce el carácter de víctima, le guste o no al que quiere ser las dos cosas. Es canallesco mostrar pedazos de mi vida que no tienen que ver con el ejercicio de la función, pero lo es menos si yo lo hago parte esencial de mi función. Ser un símbolo es un buen comienzo, pero cuando se queda en ese comienzo es también un cruel fin.

Es lo que Foucault pedía en cuanto el sexo. No definir a nadie por su sexualidad, porque nadie es todo el día hetero o homosexual, como nadie es siempre mapuche, chino, blanco o incluso mayor de edad. Somos complejos y hacernos cargo de toda nuestra complejidad es entre difícil e imposible. Es la razón porque, desde tiempo inmemoriales, se pregunta a los que deben ejercer el deber de razonar no qué comen, o cómo se visten, o con quién se acuestan, sino que piensan, qué quieren hacer y cómo. Nada más y nada menos.

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