Almas en combate. Por David Gallagher

Ex embajador en Londres

En el duro discurso que pronunció desde Iquique en reacción a la votación de la reforma tributaria en la “Cámara de Diputados” – así la llamó él, en puro masculino, nada menos que en el Día de la Mujer”- el presidente finalizó con un singular agradecimiento a “los parlamentarios que no le dieron la espalda al pueblo”. Estamos a un pelo, parece, de designar a los que discrepan del gobierno como enemigos del pueblo.


En mucho suspenso nos ha tenido el presidente en cuanto al cambio de gabinete. Como lo sabe cualquier burócrata apostado detrás de un mostrador, hacer esperar es una forma deliciosa de ejercer poder. Pero para ser justo, debe ser difícil para el presidente la lucha que se libra entre esas dos almas que tiene no solo el gobierno si no también él.

Esas almas las vimos en pleno combate en el duro discurso que pronunció el presidente anoche desde Iquique, en reacción al voto en la “Cámara de Diputados”: así la llamó él, en puro masculino, nada menos que en el Día de la Mujer, enojado tal vez con las diputadas que le fallaron.

Hubo momentos conciliadores en el discurso, sobre todo hacia el final. Un llamado al diálogo para lograr una buena reforma tributaria en el futuro. Es lo que todos queremos. Pero lo grueso del discurso fue muy agresivo.

El rechazo al proyecto, dijo, lo hizo “un sector que intenta hacer que las cosas no cambien”, olvidándose que ese “sector” clama por una reforma tributaria que promueva la inversión y el crecimiento. Dijo, además, que el rechazo lo iban a celebrar “los que eluden impuestos de manera vergonzosa y quienes los asesoran”. Mala cosa. En una suerte de campaña del terror, hizo un listado de todo lo bueno que ya no iba a ocurrir, debido a que se les propinaba una derrota a los “millones de chilenos y chilenas que durante años llevan esperando un país más justo, un sistema de salud que los proteja, un sistema sin deudas y con pensiones dignas”. Ya no sería posible aumentar la PGU o financiar las prometidas salas cunas. Y al final, en medio de palabras más tranquilizadoras, un singular agradecimiento, en desmedro de éstas, a “los parlamentarios que no le dieron la espalda a su pueblo”. Estamos a un pelo, parece, de designar a los que discrepan del gobierno como enemigos del pueblo.

Desafortunado todo esto en unas semanas en que el gobierno daba buena impresión. En plena catástrofe de incendios, se mostraba preocupado, empático, abocado con energía a la buena gestión, hasta ahora su principal carencia. El presidente incluso anunciaba que los cambios de gabinete no eran para beneficiar a los partidos: eran para mejorar la gestión. Enseguida un Subsecretario de Minería, que con entusiasmo llevaba a una delegación chilena a la feria minera de Toronto, abría caminos para que los privados hicieran inversiones en litio. Por otro lado, había entrado en vigor el CPTPP. Había buenas noticias de superávit fiscal y una muy bienvenida reducción del IPC.

Yo empezaba a acordarme de grandes gobiernos de izquierda que partieron mal y después se enderezaron; y de otros que partieron bien porque desde el primer día ignoraron las promesas populistas con las que los eligieron.

El de Mitterrand, por ejemplo. Al ser elegido en 1981, Mitterrand se lanza a una tremenda campaña de estatizaciones, que incluye toda la banca y una buena parte de la industria. Hay una masiva fuga de capitales. Pero en 1983-84, Mitterrand hace una vuelta en U. Se va restaurando la confianza, y el gobierno se vuelve muy exitoso. Mitterrand es reelegido en 1988. Gobierna hasta 1995, y su ejemplo le sirve a toda Europa. Ayuda a que Felipe González, elegido en 1982, gobierne desde el comienzo sin los maximalismos predicados por su partido. Mejor aún, González tiene una influencia decisiva en nuestra Concertación. La estimula a priorizar la creación de riqueza. Así vamos creciendo como nunca en la historia. Un ejemplo más reciente es el de Syriza en Grecia, que gana las elecciones con ideas maximalistas y que gobierna con razonabilidad y sensatez.

Qué injusto, dirían algunos; qué inmoral ganar elecciones con promesas que después se abandonan. Pero más injusto aun, más inmoral aun es seguir gobernando tozudamente mal.

Interesante por cierto que tanto el presidente como el ministro Marcel hayan objetado ayer que se rechace la “idea de legislar” siendo que después se podría haber modificado la reforma en el Congreso. Este argumento de “aprobar para cambiar” hace pensar que la reforma puede haber sido ideada, al propósito, con el tejo pasado, para complacer a los octubristas, con la esperanza de que se atenuara en el Congreso. Tal vez haya aquí un camino. Armar un diálogo amplio que permita una reforma tributaria de aceptación transversal. El presidente lo sugiere en su discurso.

Uno quiere que le vaya bien al país y por tanto que prospere el gobierno. Hasta ahora ha pasado solo un año. No es tarde para crear un clima en que se reanude la inversión y el crecimiento que tanto se necesita para avanzar en justicia social. No es tarde para que el gobierno avance en gestión. Y no es tarde para que se aboque con seriedad a las tremendas tareas que lo aguardan en salud, educación y seguridad, ojalá con más pragmatismo que ideología, más gestión que retórica.

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