Todo indica que este va a ser un domingo incómodo para el presidente Gabriel Boric. Todo puede pasar, pero las propias proyecciones que en palacio se manejan, no son nada de halagüeñas para la lista que el presidente ha apoyado con una timidez que contrasta con la falta de contención republicana que lo caracterizó para la campaña del apruebo. La otra lista de centro izquierda, según las proyecciones, no le iría mejor que a la oficialista. Al parecer serán justamente “los cerrojos” y los “expertos” los que pueden salvar a la nueva constitución de ser rehén de aventureros, fanáticos, y delincuentes más o menos prontuariados.
Que te vaya mal en una elección a medio gobierno es lo normal en una democracia sana. Que el país se ponga de derecha cuando el gobierno es de izquierda, y de izquierda cuando es de derecha, es la manera primitiva e irracional en que nuestros pueblos entienden el equilibrio ideológico. Pero otra derrota, mucho más que la electoral, es la que enfrenta el presidente Boric en esta elección, algo que tiene que ver con la manera misma de entenderse y verse ante la historia. Una derrota que afecta el ADN mismo del gobernante y su proyecto de gobierno.
La principal crítica de las nuevas generaciones a la Concertación fue justamente su negativa a “hacer historia”. Después de todo “El Fin de la Historia”, de Francis Fukuyama, dominó intelectualmente la generación que empezó a gobernar más o menos en el momento de su publicación, en 1992. La Concertación administró lo existente, muchas veces transformando profundamente lo que administraba, pero sin nunca declararlo en voz alta.
La constitución del 80 fue el mayor ejemplo de esta forma de cambiar la historia sin cambiar su forma aparente. Cada gobierno volvió a redactar, enmendar, o agregar artículos al texto original sin acabar con ella. Ricardo Lagos, el presidente con más voluntad de historia que hemos tenido en los últimos 50 años, llegó a firmar el texto reformado sin cambiar sus primeros artículos, verdadero manifiesto del corporativismo franquista. La presidenta Bachelet intentó, por su parte, escribir un texto nuevo, pero no hizo ningún esfuerzo para que saliera del escritorio de Mario Fernández, su redactor casi único.
Es lo que Boric y su generación vinieron conscientemente a cambiar: la timidez ante la historia de sus mayores. Cada paso, cada acto de su juventud fue calificado por sus mayores de “histórico”. Eso los envició con la historia. En particular el presidente, lector voraz de poesía, pero también de libros de historia, pensó que el destino le tenía reservado ser parte de estos libros.
Candidato ganador de una primaria que todos daban por perdida, al presidente más joven del que se tenga registro le era fácil pensar que le esperaban grandes cosas. Allende, la última figura de la izquierda en haber abiertamente “hecho historia” les decía a todos quienes quisieran escucharlo, que “tenía carne de estatua”. Al decirlo, admitía de antemano como probable la tragedia que lo envolvió en llama poco después. No se le hace estatuas a gente que termina su periodo en paz y prosperidad. No, al menos, en el Chile de antes.
Originalmente cerca de La Moneda solo estaban Arturo Alessandri, que pasó por exilios y golpes de estado varios para imponer su constitución, y Diego Portales al que fusilaron por tratar de imponer una cierta idea de “orden”.
Tener carne de estatua significa aceptar la tragedia posible en carne propia. Hacer historia significa aceptar la bala en la sien, el exilio, el desprestigio. Significa un nivel de estoicismo completamente contrario al siglo XXI y sus hijos. Un silencio o una elocuencia que Boric, por suerte para él, no está cerca de alcanzar porque le gusta vivir esta vida misma, y no le gusta sufrir ni hacer sufrir, ni caer mal ni dar grandes saltos al vacío sin redes de amigotes abajo.
El proceso constituyente pareció eso mismo, una forma de hacer historia sin pagar los costos de la historia. En el fondo, lo que le dio origen y lo que le hizo fracasar, es la flojera moral de la nueva elite que quiere ser héroe sin heroísmo y víctima sin responsabilidad y ser pueblo sin dejar de estar en el 20 por ciento más rico del país. La idea de que las constituciones hacen felices a los pueblos y que todos pueden y deben participar en ella, es parte de la empanada mental que habita las cabezas posgraduadas de esa nueva elite.
El historiador Gabriel Salazar lamenta que ninguna constitución en Chile se ha escrito en democracia. La observación se podría ampliar a gran parte del mundo occidental. Las constituciones se escriben en guerra para que llegue la paz. La escriben los pocos, muy pocos, que no están batallando de un lado u otro del combate. La fórmula liberal, democrática y representativa nacida de una elite minúscula, altamente ilustrada y bastante cerrada, nunca convenció a las grandes mayorías porque es esencialmente contraintuitiva y paradojal. La paz y prosperidad que produce es lo único que seduce de ella. Cuando esta paz y esta prosperidad entran en crisis la gente se acuerda que eso de la presunción de inocencia, la separación de poderes, el derecho de asilo, la libertad de prensa y de cultos, nunca les gustó en realidad. No cabe, si uno quiere volver a esa paz y esa prosperidad más que volver a imponer por la razón y la fuerza la vieja formula de la democracia representativa con los menos cambios y variaciones posibles.
Hay que evitar entonces que la historia siga haciéndose y volver a lo único que ha probado funcionar en Dinamarca como en España, en Inglaterra como en Costa Rica. Es lo que nos ensenó a precio de oro todo este proceso: La mejor nueva constitución es cualquiera de las antiguas. O que lo peor de la constitución del 80 fue su pretensión de refundar, de recrear el país de la nada.
Modesta ironía de la historia: El presidente se enfrenta a firmar una constitución de la que cabe la enorme posibilidad que le avergüence más de lo que le enorgullezca. Ser espectador de algo que nació para protagonizar es un castigo que puede el presidente, al demostrar generosidad y sobriedad en el proceso, convertir en un premio. De su entereza en aceptar que no tiene carne de estatua, pero sí de humano, muy humano, dependerá justamente su estatura como mandatario. Así, renunciar a la historia puede que le dé un lugar de los grandes en esta.
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