Este año es el aniversario número cincuenta del golpe de estado que derrocó al presidente constitucional Salvador Allende y el gobierno del presidente Boric prepara una gran conmemoración.
Se supone que, habiendo transcurrido tanto tiempo llego la hora de construir un relato inclusivo que nos permita entender lo que sucedió, dejando atrás las caricaturas, asumiendo cada cual sus propias responsabilidades históricas y sacando las lecciones que impidan que una tragedia similar vuelva a ocurrir en el futuro.
Llegamos a este momento con muchas verdades compartidas e irrefutables, como por ejemplo las graves violaciones a los derechos humanos , crímenes de lesa humanidad imprescriptibles, cometidos por la dictadura militar que involucraron a las tres ramas de las Fuerzas Armadas Carabineros y organismos especializados creados para perseguir y “cazar” adversarios políticos.
Estamos conscientes del rol que jugo Estados Unidos bajo el gobierno de Richard Nixon en el derrocamiento del gobierno de la Unidad Popular, que sin duda fue muy importante y contó con la colaboración activa de políticos y empresarios.
También sabemos que los ataques a Allende empezaron antes de que asumiera el poder con el asesinato del General Schneider comandante en jefe del Ejército.
Sin embargo, hay un asunto clave en que persisten las disputas, los negacionismos y el atrincheramiento que tiene que ver con la responsabilidad que le cupo a los políticos en el quiebre de la democracia y en particular a la izquierda que formaba parte de la Unidad Popular. Un tema tabú que está excluido de la conmemoración oficial, que no se quiere tocar y cualquier atisbo de análisis es inmediatamente estigmatizado como un intento de justificación de las violaciones a los derechos humanos.
Esto no siempre fue así porque la renovación socialista que encabezó entre otros el ex Senador Ricardo Núñez, Erick Schnnake y el propio Ricardo Lagos realizó una profunda autocrítica a la Unidad Popular asumiendo la responsabilidad de la izquierda en los acontecimientos que culminaron con el golpe de estado; que fue lo que hizo posible el reencuentro con la democracia cristiana y la exitosa transición a la democracia.
Pero, desgraciadamente la izquierda democrática, de la mano del Apruebo Dignidad ha experimentado una involución, reescribiendo la historia de la Unidad Popular, glorificando el gobierno del presidente Allende como una gran épica aplastada por la intervención extranjera.
Hoy es más pertinente que nunca la pregunta que en el 2003, cuando se cumplieron treinta años del golpe formuló el analista Sergio Muñoz: ¿De que vientre nació una criatura como el tirano que se instaló en el poder en 1973”? El mismo respondía del vientre de una sociedad polarizada hasta la exasperación, llena de miedo, sectarismos donde la ceguera política pavimentó el camino, porque hubo prioridades superiores a la democracia , hacer la revolución para unos e impedirla para otros.
La adhesión y compromiso con el sistema democrático de todos los actores del sistema institucional se debilitó; fue un fenómeno transversal tanto de los partidos de gobierno como de oposición.
El ejemplo más paradigmático fue el comportamiento del Partido Socialista, el partido de Allende que se transformó en portador de un discurso extremo y radical que incrementó el nivel de hostilidad entre partidarios y detractores del gobierno.
La utopía de construir el socialismo en libertad y democracia , en un contexto de Guerra Fría, siendo minoría social , política y cultural en un país donde la izquierda nunca super´ el 40% no era posible sin pasar a llevar la legalidad.
Allende era un demócrata, pero por sobre todas las cosas era un revolucionario inserto en el contexto latinoamericano que por aquellos años estaba aún encandilado con la Revolución Cubana. Nunca estuvo disponible para transar el proyecto de la Unidad Popular salvo al final cuando la cosa no daba para más y, en ese momento, no contó con el respaldo de su comité político ni de su propio partido.
Para la izquierda de esa época el dilema terminó siendo democracia o revolución, porque ambas cosas eran incompatibles y la oposición, que a esas alturas había perdido toda la confianza en Allende, se decantó por el golpe.
Es muy doloroso aceptar que en 1973 una mayoría importante de la población aplaudió el golpe de estado; algo similar a lo que hicieron los alemanes y los italianos con Hitler y Mussolini en sus inicios. Es más fácil construir un relato de victimización (en lo político) que exonere a los protagonistas de la época de toda responsabilidad en la debacle que acabó con la democracia.
Durante el gobierno del presidente Allende no se violaron los Derechos Humanos ni se atentó nunca contra las libertades públicas. El congreso funcionó libremente hasta el último día. Pero el Estado de Derecho se quebrantó, se pasaron a llevar muchas leyes y no se respetó la constitución en la implementación del programa económico revolucionario socialista, atentando contra el derecho de propiedad en todas sus formas, lo que provocó un caos económico y social que paralizó totalmente al país.
Como ha dicho el ex Director del Museo de la Memoria Ricardo Brodsky “no será tiempo, casi medio siglo después de salir del paradigma de la víctima o del héroe y pensar en quienes éramos nosotros…militantes activos, partidarios o funcionarios de la unidad popular que deben ser sometidos a la crítica, sin que el sufrimiento de tantos funcione como una censura a la reflexión”.
La necesidad de comprender la enorme y decisiva responsabilidad de los políticos, incluyendo desde luego la izquierda que tenía en sus manos el gobierno de la nación, en el quiebre de la democracia no solo es un imperativo histórico, sino que es la mejor garantía de asegurarnos que la historia no se vuelva a repetir.
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