Juventudes Comunistas y la escenografía del odio. Por Jorge Ramírez

Cientista Político. Libertad y Desarrollo.

En tiempos donde el discurso matriz de la izquierda ha mutado hacia una auténtica paranoia sobre el eventual arribo de la “ultraderecha” al poder, y donde cualquier provocación contraria al consenso socialdemócrata pasa a ser denunciada como discurso de odio, lo cierto es que cuando los signos de violencia provienen desde la izquierda, se activa una retórica velada de justificación bajo modalidad de “empate” histórico del tipo: “nadie alecciona al Partido Comunista sobre violencia política, porque nosotros la sufrimos”.


Dos muñecos con las imágenes de los candidatos presidenciales Kast y Kaiser yacen colgados boca abajo, con amarras en los tobillos y vistosos brazaletes con la esvástica nazi. La “representación” se enmarcó en el contexto de las manifestaciones del Día del Trabajador y fue difundida masivamente por una publicación en la cuenta de Instagram de las Juventudes Comunistas de Santiago, con música incidental del himno del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, cuyo estribillo versa: “Vuelve encendiendo la guerra necesaria, trae en las manos el fuego que castiga, viene y va con sus milicias invisibles…”.

No es la primera vez que, en el ciclo político reciente, una parte de la izquierda ejerce violencia política de esta naturaleza. Como si no hubiera sido suficiente con las profanaciones patrimoniales y cívicas del estallido de 2019 y el asedio violento a un gobierno democráticamente electo, durante la última segunda vuelta presidencial, bajo los escombros del monumento al general Baquedano —previamente vandalizado por grupos afines— se instaló la imagen del entonces candidato José Antonio Kast, perforado por una bala en la sien.

Por supuesto, estos hechos generan cierta incomodidad en la opinión pública: algunos tuits y una que otra declaración tibia por parte de la izquierda. Pero más allá de eso, poco o nada ocurre. Lo llamativo es que ha sido precisamente ese sector político el que más esfuerzo ha puesto en teorizar que la violencia política no se limita a la agresión física, sino que también se expresa en discursos de odio y en formas simbólicas, estructurales y culturales.

Sin embargo, hoy parece hacer oídos sordos ante manifestaciones de este calibre. De hecho, en las declaraciones oficiales del Partido Comunista, tanto de su secretario general, Lautaro Carmona, como de sus juventudes, ha primado la lógica del descarte, negándose a condenar el trasfondo de los hechos.

El problema, por tanto, no es sólo la escena dantesca, sino la impunidad política y cultural con que opera. Lo que en otros países democráticos provocaría un escándalo transversal, aquí se naturaliza como parte de un pseudo folclore de tinte contestatario.

Ni hablar de la ignorancia que revela su contenido, porque si algo tienen en común el nacionalsocialismo y el comunismo es la raíz totalitaria que los anima, como bien describió Friedrich Hayek en Camino de servidumbre.

En tiempos donde el discurso matriz de la izquierda ha mutado hacia una auténtica paranoia sobre el eventual arribo de la “ultraderecha” al poder, y donde cualquier provocación contraria al consenso socialdemócrata pasa a ser denunciada como discurso de odio, lo cierto es que cuando los signos de violencia provienen desde la izquierda, se activa una retórica velada de justificación bajo modalidad de “empate” histórico del tipo: “nadie alecciona al Partido Comunista sobre violencia política, porque nosotros la sufrimos”.

George Orwell lo escribió con escalofriante precisión en uno de sus ensayos políticos: “El lenguaje político está diseñado para que las mentiras suenen veraces y el asesinato respetable”. Y eso es exactamente lo que gestos como los del 1 de mayo van construyendo: una puesta en escena que simula la defensa de la democracia, mientras se celebran o se validan, por acción u omisión, imaginarios de ajusticiamiento político. Todo protagonizado por una fracción juvenil de un partido con prontuario en materia de violencia política —y que también la vivió en carne propia—, que es parte del gobierno, posee representación parlamentaria y recibe financiamiento público.

Si la misma escena de muñecos colgados aludiera a candidaturas de izquierda y hubiera sido difundida por las juventudes de un partido de derecha, probablemente no estaríamos hablando de una performance desafortunada. Se hablaría de un atentado contra la democracia. Porque esta escenografía del odio no es sólo teatralidad ideológica, sino un ensayo peligroso de lo que algunos anhelan: la destrucción del adversario como espectáculo político.

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