Se apronta un cambio de gabinete. Es al menos lo que toda la prensa espera con impaciencia. Una impaciencia que tiene que ver con la sensación cierta que empieza otro momento político. La sensación que los resultados del 4 de septiembre recién ahora han empezado a ser asumidos no como un accidente del destino, sino como un destino en sí mismo.
Así, antes de pensar en quienes deberían irse y quienes quedarse del gabinete del Presidente Boric, me resulta importante preguntar por el país que se pretende gobernar. Por supuesto solo se puede responder de modo parcial a esta pregunta porque Chile se ha ido, justamente, complejizando y diversificando de tal manera que no se reconoce a sí mismo.
Sus calles, su campo, su ritmo, sus cuatro estaciones, sus árboles, sus colores no son lo que fueron. Se le echa la culpa a la ola migratoria de los llamados “caribeños” pero lo cierto es que ellos son parte de un fenómeno mucho más amplio y complejo que tiene que ver con el lugar inesperado y distinto que ha ido asumiendo Chile en el mapa del mundo. Un país que dejó de ser la provincia al final de todo sin llegar a ser aún la capital de nada.
Ese nuevo lugar, esa nueva incomodidad fue parte de lo que causó el estallido. Un estallido que, unido a la pandemia, agotó muchas de las reservas económicas, anímicas, espirituales de un país que se siente lanzado a la intemperie más total.
La desconfianza, que siempre fue una de nuestras características fundamentales, siempre convivió con una esperanza desbordante. Nuestro enorme pesimismo se vio siempre temperado por el pensamiento mágico que nos permitió esperar que, con el fin del lucro, mejoraría la educación de un día para otro y, con el fin de las AFP, mejorarían las pensiones y, con el fin del patriarcado,se acabaría el machismo, todo esto mágicamente.
Al gobierno, que es hijo de todas esas esperanzas, le toca administrar un país decepcionado de todas ellas. Un país que no espera nada, ni cree en nadie más que en sí mismo, lo primero que nos traiciona siempre. Un país de ansia autoritaria que detesta con la misma pasión que jugó a creer en ella, cualquiera deriva utópica: llámense feminismo, ecología, o cualquier ensayo de algo parecido al socialismo.
Es evidente entonces que el Presidente tendrá que, como dificultad primera y primaria esta subjetividad airada que se independizó hace tiempo de las cifras y los datos objetivos. Es así un crimen que un Presidente al que le gusta que le saquen fotos leyendo libros de poesía no haya tenido en todo lo que va de su gobierno nada parecido a una política cultural.
No conozco los méritos o desméritos de la ministra Brodsky, pero no creo que mi ignorancia sea solo mía. En el mundo de la cultura la ministra sigue siendo tan desconocida e inesperada como lo fue el día de su nombramiento. Su enfoque en la “gobernanza” y las nimiedades de una burocracia aplastante no ha conseguido el menor eco ni hacia la ciudadanía ni hacia los propios artistas e intelectuales, divididos entre la habitual “comitiva oficial”, que es también la comitiva oficialista.
En la misma área del relato, el gobierno debería tener en el Ministerio de Desarrollo Social una ministra poderosa, retadora, ambiciosa y no un alumno castigado que trata de portarse bien para que no vuelvan a retarlos los papás. Ahí parece también faltar un plan más allá del día a día. Una Izkia que no fuera la Izkia. Alguien que le de voz al mundo popular completamente acallado y ausente del debate político.
Un ministro o ministra que termine con la impresión cierta de que este gobierno es tan “cuico” como el anterior, solo un poco más “abajista”. Un “abajismo” que es percibido como el peor de los insultos en un mundo popular completamente huérfano de representación simbólica.
En la misma área del relato, el gobierno necesita una ministra de Relaciones Exteriores un poco menos accidentada y accidental, firme profesional, sin grandes ambiciones, pero capaz de decirle que no al Presidente cuando le da por ser el justiciero mundial, consiguiendo a lo más imitar a Cantinflas en “Su excelencia” de 1968.
Tampoco parece haber resultado demasiado bien la elección de Marco Antonio Ávila como ministro de Educación. Gentil, bien intencionado, articulado pero carente de envergadura política, de ambición, de ganas más allá de las ganas de sobrevivir el próximo mes. Una vez más resulta incomprensible que una generación que nació de la lucha estudiantil, que creció dando lecciones de como debería ser una educación gratuita y de calidad no tenga un ministro y ministerio potente en esta, que debería ser su reino.
Los problemas de la ministra de la Mujer, Antonia Orellana, son quizás justamente los contrarios del ministro Ávila. Nadie puede quejarse de su falta de iniciativa, de su desconocimiento en su cartera, o de su falta de trabajo político, o de su capacidad para influir en las grandes decisiones del gobierno. Sus problemas quizás están en ese desmedido poder sobre el Presidente, que no olvida de hacer ver a cualquiera que se lo dispute. Su carácter duro, controlador, su ironía tantas veces amarga, la ha llevado a enfrentarse una y otra vez con la prensa, llegando a denunciar como vil mentira una información que resultó ser verdadera.
El mal humor, la pedantería, la suficiencia, tanto o más que la improvisación y los chascos, deberían ser el enemigo de un gobierno que necesita con desesperación alivianar la agenda. Sonreír, escuchar, acoger, dejar en claro que el paraíso no será nuestro mañana, pero el infierno tampoco es nuestro destino. Esta debería ser la agenda del nuevo gabinete.
Está todo demasiado caro y los sueldos no alcanzan, pero la economía no se va al despeñadero, lo que ayuda a planificar nuestra cotidiana quiebra. El gobierno debería ser capaz de ver el colapso mensual de la economía hogareña. La Nueva Izquierda debe ser capaz de construir un discurso social que hasta ahora no ha tenido. Lo debe hacer en un castellano claro y común en que nos podemos entender todos.
Humildad y firmeza, firmeza y humildad. Esa debe ser la idea central del nuevo diseño presidencial. Un tono que se alcanzó al final de los incendios debe ser la guía de este segundo tiempo del gobierno. Nada de eso asegura el éxito, pero la sobrevivencia es, en un mundo como el de hoy, una suerte de éxito.
Todo lo que podría darle a este gobierno una nueva vida es complejo y difícil, pero nada de eso resulta imposible. Mi fe, como la de mucha, es que la santísima trinidad Vallejo, Uriarte y Tohá puedan restituirnos algo de toda esa fe perdida. No me queda otra más que rezar: Amén.
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