«Deterioro» es tal vez la palabra que mejor describe al país a cinco años del 18 de octubre de 2019.
Éste se expresa nítidamente en el (des)orden y la (in)seguridad pública, el avance del crimen organizado y el narcotráfico, el estancamiento económico, la preocupante situación del empleo formal, y en la forma en cómo se lleva a cabo y conduce el debate político y de políticas públicas, nuevamente plagado de slogans, promesas vacías y términos “revolventes” para no decir las cosas como son. Es como haber retrocedido a la antesala del octubrismo, pero ahora inmersos en un contexto mucho más complejo, carente, además, de liderazgos que disputen la tendencia.
Luego es llamativo que a 5 años del violento remezón que casi nos cuesta la democracia y el Estado de derecho, cada vez se ponga menos el foco en la ruptura social y política que significó, o en cómo muchos políticos y actores del debate público, con gran oportunismo y escasa evidencia, se valieron de la amenaza violenta para imponer un relato dominante y un desenlace constitucional.
En el mejor de los casos, tras pasar rápida revista a la violencia, se señala que el estallido no puede reducirse a ella, y se pasa a explorar aquello que siguen denominando en genérico como “el malestar”. Pero ni aun ahí se vuelcan demasiados esfuerzos por precisar el concepto de “el malestar” (menos aún por señalar que no se trata de un concepto unívoco o uniforme), ni sus causas, sobre la base de la evidencia, las que de una u otra manera vuelven a lo que ya parece el saco roto del “modelo” y a las elites que lo promovieron o administraron, con diagnósticos a lo menos imprecisos.
Tampoco abunda la reflexión sobre lo inaceptable del intento por derrocar, de la mano de la violencia, a un presidente legítimamente electo, así como la puesta en jaque de las bases de la institucionalidad. De hecho, esa tesis es cuestionada y catalogada de conspirativa. La gravedad de los calificativos de «dictador», «asesino» y otros epítetos semejantes que recibió el Presidente Piñera, no solo del lumpen, sino también de parte de políticos, parece olvidada. Más aún el que, junto con la denostación, señalaran que había renunciado a gobernar, por sacar a los militares a la calle, insinuando que lo mejor que podía hacer era dar un paso al costado.
Ni la arista judicial, ni la política de cómo fue que terminamos, en un solo día, con más de veinte estaciones de la red de metro absolutamente quemadas y destruidas han sido exploradas con profundidad. Tampoco la simultaneidad y continuidad de los incendios y destrucción intencional de edificios, monumentos, iglesias y mobiliario, público y privado y los ataques violentos y simultáneos con bombas molotov y otros artefactos a comisarías.
Menos se reflexiona y actúa en torno a nuestro sistema de inteligencia nacional, y de lo que se ha hecho para proteger a la democracia, para al menos intentar prevenir o hacer frente a una posible nueva asonada de esa fuerza y naturaleza.
Los intentos por resignificar el llamado «estallido» están a la vista, por lo que parece razonable recordar que lo sucedido en Chile fue una tragedia auto infligida, un afán intencionado por quebrar violentamente con todo y borrarlo.
La opción constitucional, en extremo arriesgada, que fue su desenlace inmediato, no respondió, como se insiste, a un acuerdo voluntario ni a una salida democrática frente a los extremos, sino que fue el resultado de la amenaza y la presión ejercida por la violencia, respaldada por buena parte de la elite chilena, que la apoyó, cohonestó o que, con su silencio cómplice, la dejo ser. El pacto constitucional surgió del temor profundo de la población a la violencia que terminó por doblegar a las autoridades, presionando al Estado de Derecho hasta prácticamente el punto de quiebre.
Nunca esa “elite”, que avaló la violencia y la anomia, estuvo más desconectada del “pueblo” que en aquellos momentos en que dijo estarlo, mientras casi terminó por dañar irreparablemente la experiencia de vida de las clases vulnerables y medias chilenas. Y quizás nunca fue más oportunista que en aquellos momentos, en que, presentándose como intérprete del “malestar”, concluyó que el desenlace no era otro que el constitucional.
El octubrismo fue una tragedia. Pero a cinco años del fenómeno, a nivel político, todavía no existe un parte aguas nítido entre quienes justificaron la violencia y los que no. O no al menos del modo y en el grado que sería deseable. Y mientras ello no ocurra, el ideal democrático de que en cada ciclo electoral serán los ciudadanos, en las urnas, los que resolverán entre proyectos políticos en competencia, no pasará de la declaración. Cuando uno de esos proyectos está siempre bajo la amenaza velada, pero tolerada, de la violencia, no solo no hay competencia leal, sino que hay deslealtad con la democracia.
Pero no es solo la exclusión de la violencia, que es un desde. Para salir del deterioro se precisa observar, con claridad suficiente, la diferencia entre los proyectos políticos en competencia y no solo sus diferencias frente al octubrismo.
La derecha debe demostrar que el suyo es claramente distinto del proyecto de cierta izquierda que abraza el igualitarismo, impuesto desde el Estado, y que ha dañado principios y valores con los que la sociedad chilena se identifica, como el mérito, el esfuerzo y el trabajo duro para surgir en la vida.
Según dan cuenta estudios de opinión, el péndulo condescendiente con el octubre chileno ha cambiado de sentido, abriendo una oportunidad no solo para ser absolutamente intolerantes con los que toleran la violencia, sino para proponer un proyecto político claro que dé cuenta de ese sentido común popular. La derecha tiene una oportunidad. Si no la toma, no solo dejará pasar el momento electoral más inmediato (quedando inmersa en la agenda que imponen otros), sino una oportunidad significativa para animar un ethos distinto en la sociedad.
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