El 18 de octubre de 2019 ha ido adquiriendo el peso de un hito histórico, cuyo movimiento aún no resuelve: su naturaleza, definición, causas y objetivos permanecen en las sombras, y la proyección de sus efectos, patentes hasta la fecha, es incierta.
Los nombres surgidos con vistas a su determinación han sido insuficientes, y hasta impropios, sobre todo en el caso del término “estallido social”.
Entre sus connotaciones y asociaciones, parecen predominar las que se refieren a un acontecer inesperado. Según el Diccionario de la RAE, “estallar” significa “sobrevenir, ocurrir violentamente”. Dicho de una cosa, significa “henderse o reventar de golpe, con chasquido o estruendo”.
Por otro lado, “sobrevenir” significa “suceder o acaecer, generalmente de forma repentina”. Y “reventar”, dicho de una cosa, significa “abrirse por no poder soportar la presión interior”, y “brotar, nacer o salir con ímpetu”.
“Estallido social” sigue reafirmando su pretendido carácter libertario, espontáneo y repentino de “acontecimiento sin causa”; esto es, sin sujeto, ni cálculo, ni autores intelectuales, ni responsables directos de los efectos de esa violencia colectiva ejercida a mansalva, a gran escala, y continuada por imitación. Por lo demás, contó con una adhesión masiva y transversal, cuyo espíritu no se ha extinguido.
Asimismo, ciertos usos de los términos “revuelta popular”, “rebelión” o “insurrección”, han buscado legitimar ideológicamente, aun en el mundo académico, esa violencia colectiva sin rostro, apelando a una supuesta soberanía popular, con vistas al cumplimiento de la revolución truncada en 1973, como si el tiempo no hubiese transcurrido.
Pero los hechos iniciales no fueron espontáneos, ni sus efectos accidentales o transitorios: la quema del Metro no fue un acto carnavalesco, ni primaveral, sino una operación que debió contar con una organización y recursos.
Esa barbarie fue el inicio de una asonada; esto es, una “reunión tumultuaria y violenta para conseguir algún fin, por lo común político”, incluso de carácter golpista. Sin embargo, tanto la identidad de sus agentes como la naturaleza de tal destrucción y sus consecuencias continúan siendo desconocidas. No obstante, aunque impreciso e insuficiente, el término “asonada” describe algo mejor lo ocurrido, en cuando a su premeditación.
Cinco años después, al menos dos líneas subyacentes han mostrado su permanencia y desarrollo.
Primero, el posicionamiento de las supuestas causas del llamado “estallido social” (continuas con las demandas estudiantiles, políticas y sociales de 2011) se torna cada vez más dudoso y espurio, ante la crítica situación del país. La oscura planificación de la asonada, en su etapa inicial, indica que la apelación a tales causas, vinculadas a necesidades reales y urgentes de la población, parece haber sido una excusa manipuladora y calculada, en función de un proceso de derrumbe institucional a largo plazo.
Y, segundo, Chile viene precipitándose sostenidamente, desde entonces, hacia la consolidación social del crimen organizado, en el horizonte totalitario del narcofascismo, con su principio de expoliación y su pseudoestética expandidos transversalmente, su depredación parasitaria, su maldad sin límites, y sus prácticas de magia negra.
Sólo la violencia barbárica se ha ido transformando en estos años, exhibiéndose como una especie de potencia autónoma, a través del crimen organizado.
¿Qué fuerzas terminaron de desplegarse desde el interior del alma humana, en octubre de 2019, capaces de nivelar delincuentes, saqueadores, barras bravas, falsos luchadores sociales, psicópatas, artistas, académicos e intelectuales, explotando la imagen viciada de un “pueblo” abusado, victimizado, y virtuoso per se?
¿Es posible que la planificación de la asonada haya sido urdida desde el crimen organizado transnacional? Y si éste fuese el caso, ¿cómo, con la colaboración de quiénes, y desde cuándo?
Aunque el fondo de esta crisis aún sea desconocido, tales fuerzas se han mostrado como una quiebra de la racionalidad que impide hallar un principio rector del pensamiento, en orden a una comprensión de los fenómenos; una instintividad sin espíritu, conducente a procesos de deshumanización, disolución, disociación, eclipse de la conciencia y vacío del alma; anomia e indiferenciación.
Tales formas destructivas han sido manifestaciones de una epidemia psíquica, largamente incubada, y desarrollada desde octubre de 2019; esto es, una posesión, a gran escala, por fuerzas instintivas provenientes del inconsciente colectivo, en términos de Jung, cuyos efectos están lejos de haberse agotado. Más bien, han ido configurando un clima interior, una direccionalidad, una estructura y un fin, muy difíciles de determinar.
Es una latencia en las sombras.
Con ocasión de la presentación del Informe sobre Desarrollo Humano en Chile 2024, del PNUD, el 14 de agosto, Boric declaró: “Hoy día, cuando se dice ‘estallido delictual’ y se recalcan solamente los aspectos violentos del estallido, (…) se pierde de vista justamente ese malestar que llevó en algún momento a parte importante de la sociedad chilena incluso a apoyar las diferentes formas de manifestación que estaban habiendo, incluso las violentas”.
Así, no hace sino legitimar y autorizar retrospectivamente el desenfreno barbárico de la asonada, en su calidad de Presidente de la República, como si el tiempo no hubiese transcurrido, y la epidemia psíquica, de la que su ascenso al poder es parte, no hubiese tenido lugar.
Y ahora, ¿qué cabe?
El 18 de octubre de 2019 y sus consecuencias constituyen un hito histórico y una crisis que aún no se resuelve: si bien sus líneas en movimiento parecen transformarse, sus rumbos son cada vez más incomprensibles.
Es una quiebra incomunicable, por ahora, cuyo devenir latente y manifiesto constituye una frontera negra que se devora a sí misma, incesantemente.
El futuro de Chile es incierto, pero no está clausurado.
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