Cuando la economía chilena enfrenta un doloroso estancamiento, es crucial preguntarnos cómo reactivar la prosperidad. La industria salmonicultora, como pilar económico del sur, puede aportar mucho, pero necesita más certezas y un reconocimiento gubernamental de su importancia para el país. La clave es recuperar la competitividad y ofrecer respuestas científicas a las preocupaciones sobre su impacto que, como toda actividad, tiene, y así pavimentar un crecimiento robusto, sin más concesiones de las que actualmente existen e, incluso, aspirando a hacerlo con menos.
Las grandes interrogantes son:
Uso de antibióticos y salud pública. La salmonicultura chilena utiliza antibióticos para combatir la Piscirickettsiosis, una enfermedad endémica. A diferencia de otros animales, donde los antibióticos se usan preventivamente, en la salmonicultura solo se emplean cuando los peces están enfermos. En los últimos años, la industria ha reducido significativamente su uso gracias a nuevas vacunas, avances tecnológicos, mejoras genéticas y prácticas de bioseguridad. Así, ha reducido el uso de antibióticos en un 41% desde 2022, y desde 2020, la producción libre de antibióticos ha aumentado significativamente. De esto tiene evidencia el Sernapesca.
Los antibióticos en acuicultura son específicos para animales, minimizando el riesgo de resistencia en humanos, como lo indica un estudio de 2022 en la revista Antibiotics que concluyó que el riesgo de transmisión de resistencia a humanos es bajo. Además, el salmón cosechado está libre de residuos farmacológicos, cumpliendo con estándares internacionales de seguridad alimentaria.
Las diferencias en el uso de antibióticos entre Chile y Noruega se deben al desarrollo avanzado de vacunas en ese país. Sin embargo, los nórdicos han generado costos en el bienestar de los peces, evidenciado por altas tasas de mortalidad y deterioro de la calidad del salmón durante el invierno. En Chile, una iniciativa público-privada, Yelcho, buscar acelerar la innovación para reducciones adicionales.
El impacto ambiental. La industria ha implementado sistemas de gestión de residuos que minimizan la pérdida de alimento en el fondo marino, crucial tanto por razones ambientales como económicas, ya que esos alimentos representan el 50% del costo de la cría de salmón. Tecnologías avanzadas e inteligencia artificial optimizan la eficiencia de la alimentación, reduciendo el índice de conversión alimenticia y, por ende, la generación de residuos orgánicos.
Respecto a las floraciones de algas nocivas, un estudio reciente en el fiordo Comau, en la región de Los Lagos, no encontró evidencia que vincule la salmonicultura con estas floraciones. Además, los fiordos patagónicos tienen bajas concentraciones de nutrientes incluso en áreas de salmonicultura.
Y en relación con el uso del mar patagónico, la industria utiliza solo una fracción mínima de este espacio marino; el uso real es aproximadamente 0,04%, esto es, 1 metro cuadrado cada 2.500. Es imposible alimentar a más de 8 mil millones de personas sin impacto ambiental, pero la salmonicultura ha demostrado ser una de las formas más sostenibles de hacerlo, en emisiones de carbono, en uso de agua dulce, en eficiencia de uso de espacio y en cantidad de alimento necesario para un kilogramo de proteína digestible.
La contribución económica y social. La salmonicultura es la principal actividad económica en el sur de Chile, generando empleo, impuestos locales y una cadena productiva que se extiende más allá del cultivo y procesamiento del pescado. Es el segundo producto de exportación más grande del país después del cobre, explicando mayores niveles de empleo formal y salarios en las regiones del sur. Además, su impacto llega a la región de Biobío y Araucanía, contribuyendo al desarrollo de comunidades locales, incluidos pescadores artesanales y poblaciones indígenas.
A finales de la década de 2000, una crisis sanitaria en la industria redujo significativamente la producción, causando un daño económico y social severo en Puerto Montt, la capital de la salmonicultura chilena, evidenciando el drama de no contar con este motor productivo.
El compromiso con las comunidades locales. La industria ha trabajado en colaboración con comunidades indígenas y locales para mejorar prácticas productivas y sumarlos a la cadena de valor, respetando áreas protegidas, que en Chile superan el 40% del mar territorial, 4 veces más que en Noruega. A pesar de los desafíos de coexistencia, se han establecido diálogos y acuerdos para garantizar que la expansión de la salmonicultura no interfiera con el uso de los derechos ni el medio ambiente de las comunidades locales, sumándolos como proveedores estratégicos, especialmente en áreas históricamente dedicadas a la pesca.
Telón de fondo. Noruega, el mayor productor del mundo, ha sido una fuente de tecnología e innovación acuícola para Chile, y aunque nosotros trabajamos para alcanzar niveles similares de eficiencia, al ser más jóvenes, tener menos recursos, y carecer de una política estatal de desarrollo, tenemos retrasos. Si adoptásemos una política así, como la Noruega, y se redujeran las trabas regulatorias y la “permisología”, podríamos generar un crecimiento robusto y más sostenible.
La industria chilena del salmón ha enfrentado críticas, algunas justificadas, pero también es justo decir que ha demostrado su vital interés en preservar las prístinas condiciones del ecosistema marino de la Patagonia, y que hay avances medibles en la reducción del uso de antibióticos, la gestión ambiental, la interacción con las comunidades locales, la mejora continua y la sostenibilidad.
Por último, para salir del letargo de progreso, Chile debe reconocer los avances de la salmonicultura, entender que es una industria estratégica para el país, y presentar sus necesidades de mejoras basadas en hechos y datos, no en ideologías, y considerando el contexto completo de los esfuerzos para garantizar su sostenibilidad. El sur de Chile merece mucho más.
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