Los titulares sobre violencia escolar periódicamente capturan la atención pública. Hace unas semanas, por ejemplo, una explosión en el INBA dejó varios jóvenes hospitalizados; hace unos días, el director del liceo Lastarria fue amenazado, el mismo que había sido rociado con bencina a mediados de este año. Estos episodios, trágicos y alarmantes, generan legítima preocupación. Sin embargo, hay una violencia menos visible, pero también dañina: el bullying. Este acoso entre pares deja cicatrices profundas en miles de estudiantes en el país.
Las estadísticas recientes son alarmantes. Según datos censales, en 2023, solo un 23% de los jóvenes de 2° medio reportó no haber sido victimizado durante el año escolar. El resto se divide entre un 33% que indica haber sufrido algún tipo de victimización puntual y un preocupante 44% que declara ser víctima de acoso reiterado. Las agresiones más comunes incluyen el acoso social —como ser ignorado o aislado—, el verbal —burlas o ser molestado— y el robo.
Este fenómeno no es nuevo; sin embargo, la victimización escolar ha mostrado un crecimiento en los últimos años, que se ha agravado tras la pandemia. En la última década, el porcentaje de jóvenes que reportan haber sido víctimas de acoso escolar o bullying se ha duplicado, con los mayores aumentos concentrados en mujeres y en establecimientos de nivel socioeconómico medio y alto.
El bullying no solo genera efectos inmediatos de sufrimiento en los jóvenes, sino que también trae consigo consecuencias psicológicas, conductuales y físicas, que incluyen depresión y otros problemas de salud, ausentismo escolar y bajo rendimiento académico. Sin embargo, cada vez hay más evidencia que señala que sus repercusiones se extienden a mediano y largo plazo, aumentando el riesgo de problemas de salud mental en la adultez, y afectando la vida económica de las víctimas, quienes enfrentan menores tasas de empleabilidad e ingresos reducidos. Estos impactos representan un alto costo, tanto para los individuos como para la sociedad en su conjunto.
En Chile, el aumento de la victimización escolar ha ido de la mano con un deterioro en el clima escolar, lo que no es una casualidad (CEP 2023). El clima escolar es un factor clave en la dinámica de la violencia. Con el retorno a las clases presenciales, surgió un importante aumento en la percepción de inseguridad y temor entre los estudiantes. Asimismo, otros aspectos, como el incremento de actos discriminatorios, ya mostraban una tendencia al alza antes de la pandemia y han continuado en ascenso hasta el día de hoy.
Entonces, ¿cómo podemos mejorar el clima escolar? Investigaciones recientes sugieren que hay que partir por mejorar los aprendizajes. Aunque podría pensarse que un buen clima escolar es un prerrequisito para aprender -concepción que subyace en nuestra política nacional-, los estudios muestran que la influencia del rendimiento académico sobre el clima es aún mayor. Así, el foco en los aprendizajes puede catalizar una convivencia más sana en las aulas, que en Chile se refleja especialmente en mejoras en la percepción de seguridad, con estudiantes que sienten que en su escuela están en un espacio más libre de violencia ejercida por otros escolares (CEP 2024).
Abordar la violencia escolar, y en particular el bullying, es un problema urgente que sigue en ascenso y no podemos ignorar. Recientemente, el gobierno ha propuesto un proyecto de ley en esta dirección. Sin embargo, aunque legislar sobre convivencia escolar puede ayudar, el llamado es a no perder de vista que los aprendizajes y el clima escolar no son dimensiones aisladas, sino que se potencian mutuamente. Los esfuerzos para mejorar el clima y la seguridad escolar deben ir acompañados con medidas que impulsen los resultados académicos.
Después de más de una década de reformas centradas en cambios institucionales, es urgente un cambio de timón que proporcione una mirada más integral en las políticas públicas, que asegure así el desarrollo pleno de nuestros jóvenes.
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