No es claro qué tipo de relación quiere establecer Gabriel Boric con las FF.AA. y las instituciones policiales. Allí está para ilustrarlo la remoción del contraalmirante Jorge Parga como jefe de la Defensa Nacional en las provincias de Arauco y Biobío, dos días después de su nombramiento en el contexto del estado de emergencia.
¿La causa? Las declaraciones hechas por el oficial sobre el incidente ocurrido el 21 de octubre de 2019, en Talcahuano, cuando un camión de la Infantería de Marina acudió a la denuncia del saqueo de una pesquera y atropelló al joven Manuel Rebolledo, que falleció. Parga defendió entonces la presunción de inocencia del infante/chofer Leonardo Medina, quien fue finalmente condenado por cuasi delito de homicidio.
El contraalmirante es un oficial de sólida trayectoria, y se desempeñó con gran eficiencia en las mismas funciones en la región del Biobío hasta el 26 de marzo pasado. Sin embargo, Boric acogió los reclamos de la familia del joven Rebolledo, y tomó una decisión que es difícil no ver como agraviante para el oficial y también para la Armada.
En la actitud del mandatario, gravita su trayectoria como dirigente de un bloque político de talante rupturista, que siempre ha mirado con recelo a los militares y a los funcionarios policiales. El problema es que ahora él es el jefe del Estado, y tiene obligaciones constitucionales que cumplir en el ámbito de la defensa nacional, la seguridad interior del Estado y el orden público, respecto de lo cual no puede haber vacilaciones ni zonas grises.
Si tiene dudas sobre esos deberes, que incluyen el uso de la fuerza del Estado, quiere decir que se encuentra en el lugar equivocado.
¿Cómo actuaría Boric ante una revuelta como la de octubre de 2019? Algún partidario suyo podría decir que eso no puede ocurrir ya que el gobierno actual es de izquierda y está con el pueblo, pero el izquierdismo de Boric no impresiona a quienes se profesionalizaron en el vandalismo de los viernes en la castigada zona de plaza Italia, o a los overoles blancos que actúan impunemente en varios colegios públicos, o a Héctor Llaitul, jefe de la CAM, la mayor asociación ilícita que opera en el sur, que llamó a la resistencia armada contra “el gobierno lacayo”.
Hubo un anuncio oficial de querella contra Llaitul, y luego un paso atrás. Boric dijo entonces que su gobierno no perseguía ideas ni declaraciones, pero sucede que un llamado explícito a la subversión merece ser perseguido de acuerdo a la Ley de Seguridad del Estado.
Frente a la ofensiva del terrorismo y el bandolerismo en la macrozona sur, Boric y sus ministros siguen poniendo cara amable y hablando de diálogo para resolver “el problema de fondo”, que asocian a la entrega de nuevas tierras. ¿Tendrán alguna idea acerca de con cuántas hectáreas se conformarían Llaitul y sus guerreros? ¿O la Resistencia Mapuche Lafkenche? ¿Cuántos Temucuicui serían necesarios para que cesaran los robos y los ataques incendiarios?
Los actos del gobierno trasuntan precariedad. En tales condiciones, lo que menos le convenía a Boric era echarse a la espalda la pesada carga de la Convención. Y, sin embargo, es exactamente lo que ha hecho. No puede ignorar el riesgo que corre ante la eventual derrota del Apruebo, que lo dejaría en una situación de gran debilidad, pero no hace nada para evitarlo.
Sus ministros están visiblemente en campaña. Hasta Mario Marcel y Nicolás Grau, responsables de Hacienda y Economía, han declarado que, en el borrador de la Convención, no hay nada de qué preocuparse en materia económica. Increíble.
El jefe de la campaña oficial por el Apruebo es el ministro Giorgio Jackson, quien viajó a Antofagasta con el fin de exponer ante la comisión de normas transitorias. Fue una forma de crear la imagen de que todo fluye hacia la aprobación del borrador, y que el gobierno aplicará sus contenidos. Para ello, dio a entender que, en una primera etapa, La Moneda podría gobernar por decreto para ejecutar las disposiciones del nuevo texto. O sea, saltarse el Congreso. ¿Visión de Estado? Ninguna. Ni siquiera un mínimo realismo sobre las capacidades de su gobierno. Lo distintivo es el espíritu partisano, y la pillería.
Considerando que, bajo el madrinazgo de Michelle Bachelet en su segundo gobierno, Boric y el Frente Amplio irrumpieron en la política agitando la idea de elegir una asamblea constituyente para elaborar una nueva Constitución, es una ironía que hayan tocado el cielo con la vilipendiada Constitución de los 30 años.
Boric colmó sus aspiraciones políticas dentro del texto que quería borrar. Lo insólito es que, ahora, él y su gente buscan socavar el terreno en el que están parados, porque eso es apostar por una opción que, si llegara a materializarse, podría hundir a su gobierno bajo el peso de inmensas dificultades. No se trata solo del reemplazo de un texto por otro, sino de las consecuencias de intentar cambiar todo el entramado legal e institucional que hoy sostiene la vida en democracia.
Una transición con un texto breve y coherente no dejaría de plantear complejidades, pero con uno plagado de incongruencias y que pretende rearmar el país, se abriría un período de confusión, inestabilidad y decadencia.
Boric debería convencerse de que lo más importante para él es no naufragar. Y para ello solo le sirven el orden y la estabilidad. Necesita concentrarse, entonces, en el ejercicio de las funciones y los poderes que le asigna la Constitución vigente. Será penoso el registro de su paso por La Moneda si no hace todo lo posible para que Chile no se deslice hacia una crisis institucional irreparable.
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