La trágica muerte de Francisca Sandoval, a manos de un delincuente en el centro de la capital de Chile, no puede ser en vano. Es tarea del Estado perseguir, procesar, y encarcelar a todos quienes resulten responsables por el absurdo asesinato de la periodista.
Dicen que la muerte de Sandoval es culpa del Estado, que por años ha abandonado a los chilenos. Lo que no dicen es que el Estado es manejado por políticos, de carne y hueso, que tienen la capacidad de cambiar el orden de las cosas si es que quisieran hacerlo.
El Estado no es un concepto abstracto que existe en el vacío, es un conjunto de normas y leyes que está redactado y permanentemente modificado por personas. Si esos representantes del pueblo se niegan a adaptar la infraestructura legal para hacerse cargo de los problemas de seguridad, son ellos los responsables de lo que ocurra.
Por años se ha advertido que la violencia viene en escalada, y que, de no actuar, se volvería imposible de detener. Dicho y hecho. La violencia está desatada y nadie la puede controlar. Ni el gobierno, ni la justicia, ni las policías.
Pues bien, ¿quién responde ahora? ¿Quién se hace cargo? ¿Los políticos seguirán diciendo que es culpa del Estado, lavándose las manos, eximiéndose de toda responsabilidad? ¿Les resultará así de fácil escapar de las consecuencias de haber ignorado todas las advertencias? ¿Podrán sencillamente culpar el azar, la actual constitución, o a algún Presidente del pasado por los delitos que ocurrirán mañana?
Aunque sea cómodo para el relato, no es cierto que la alzada de la violencia comenzó con el estallido social. Comenzó mucho antes. Ya venía en escalada desde hace algunos años, al menos desde los últimos del segundo gobierno de Bachelet. Lo que sí es correcto es que el estallido social legitimó la violencia. Pues fue entonces cuando los delincuentes entendieron que podrían actuar sin ser responsabilizados por sus actos. Mientras quemaban iglesias y hoteles, saqueaban supermercados de cadena y negocios de vecinos, se tomaban plazas y grandes avenidas, con barricadas y fogatas, los políticos miraban hacia el lado, como si nada ocurriera.
De hecho, algunos hasta lo incentivaban. Basta revisar las cuentas de redes sociales de algunas de las máximas autoridades del país para ver cómo celebraban las tomas, las interrupciones del tránsito, y justificaban, u olvidaban condenar, las quemas del transporte público o de las tiendas del parque forestal. Y aunque parezca anecdótico, e irrelevante para entender lo que ocurre hoy, se puede también revisar cómo festejaban que los manifestantes obligarán a los transeúntes a bajarse de sus autos para bailar en la calle, como si fueran sus títeres, solo porque sabían que no serían responsabilizados por sus actos.
Para qué olvidar el momento más grosero y ofensivo de todo el estallido social, cuando los encapuchados de la primera línea, tras cuatro meses de haber ocupado el centro de la ciudad, fueron recibidos en el Foro Latinoamericano de Derechos Humanos, en la sede del ex Congreso Nacional en Santiago centro, entre aplausos y ovaciones de los asistentes. Incluso con todos los mitos de las torturas en Baquedano descartados por organizaciones internacionales y las mentiras de los secuestros policiales desechados por los peritos de la justicia, fueron tratados como héroes de la patria.
Todas estas anécdotas son importantes para entender la actual cultura de impunidad, en que los delincuentes creen que pueden hacer lo que quieren sin temor a ser perseguidos. Por supuesto, cómo no va a ser así, si operaron por años bajo la protección de facto de ciertos sectores políticos que no titubearon en mirar para el lado cuando llovía fuego sobre la ciudad. Y lo peor es que les resultó. En retrospectiva, es imposible explicar el éxito electoral de los sectores políticos que hoy gobiernan, sin considerar en su momento validaron la violencia como un mecanismo de acción política legítima.
De hecho, pareciera que lo siguen validando, pues, sino ¿cómo se explica la intención del actual gobierno indultar a los presos del estallido social? Si no consideraran la violencia como un mecanismo de acción política legitima, ¿por qué quieren amnistiar a quienes cometieron actos de violencia? En ese sentido, el gobierno no solo acepta que le debe parte de su ascenso a los violentistas, sino que también contribuye a extender el ciclo de violencia hacia el futuro. Si no es así, ¿cuál cree que es la señal que le manda a la sociedad cuando se pone al lado de los victimarios y no al lado de las víctimas?
Por años, demasiados de quienes hoy gobiernan se burlaron de quienes sugerían que la violencia había que condenarla “viniera de donde viniera”. Por años, aceptaron y promocionaron lo que hoy no pueden controlar. Y aunque el Presidente ha demostrado tener la intención de cambiar de posición, hacia una mucho más dura contra la violencia, no lo ha logrado hacer. Pues, como muestra el trabado devenir del anunciado proyecto de ley de Estado de Intermedio, moverse de una posición a otra diametralmente diferente no es fácil. Es la misma coalición de gobierno la que no le permite al Presidente avanzar en la única dirección posible.
Si el Presidente no ordena sus filas, la violencia seguirá su trayectoria ascendente. Seguirá en Santiago y seguirá en Temucuicui. A esta altura simplemente no hay otra forma de actuar que frenarla en seco, acordando un pacto con el resto de la clase política, independiente de su tendencia ideológica. El absurdo proyecto de amnistía debe ser disuelto y archivado. El Presidente debe autorizar a todos en su gobierno a actuar con todas las herramientas de la ley, incluso las más duras que se estipulan en la legislación actual para controlar las atrocidades que ocurren en el sur. La trágica muerte de Francisca Sandoval debe ser la última de su tipo.
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