No cabe ninguna duda que el gobierno en general y el presidente en particular están en campaña para el plebiscito de septiembre. Y más allá de las leguleyadas de rigor, el mercado político comprende que no es posible imaginar un escenario de prescindencia en circunstancias como las actuales. No lo es para los expresidentes y no lo es para el mandatario en ejercicio.
Mucha tinta ha corrido para tratar de dilucidar si la apertura de la caja de Pandora del 5 de septiembre por parte del primer mandatario fue una jugada de ajedrez o una improvisación virtuosa. Desde los que ven en las declaraciones de Boric una quitada de piso abrupta a los convencionales, -signados por no pocos expertos como parte del problema de desafección de la opinión pública para con la propuesta constitucional- hasta quiénes creen ver en la jugada del mandatario una señal que arbitra el aparente empate oficialista en torno al apruebo a secas y su variante “con reformas”.
Pero más allá de las motivaciones y efectos de la jugada presidencial puntual, mirada en contexto, la actitud de Boric respecto del plebiscito, así como frente a la mayoría de materias dónde sus dos coaliciones tienden al cisma, sigue un mismo instinto y marca un mismo patrón: ampliar la base de sustento y apoyo de su gobierno que, a la luz de los resultados legislativos en materias relativamente sencillas, no solo es insuficiente con la actual constitución sino que lo será con una eventual nueva carta magna.
En efecto, tratar de interpretar las acciones presidenciales en las materias relativas al plebiscito como desacopladas del mapa político general no parece demasiado productivo. El factor que sobredetermina la realidad política presente es el estado de reorganización sociopolítica tras el colapso del ciclo precedente y dicha reorganización se está llevando a cabo, en paralelo, en la conformación de una alianza de gobierno y del proceso constituyente.
El Presidente, por lo tanto, no ha dejado de ensayar una alquimia que le permita ostentar una base de sustento suficiente y esa es un necesidad que, aunque trasciende al resultado de septiembre, no puede desacoplarse del proceso constituyente.
Así las cosas, el esmero de Boric en sumar voces al apruebo, aun cuando éstas sean vistas como una victoria pírrica por parte de los integristas y octubristas, tiene un objetivo más político que electoral.
El día 5 de septiembre la propuesta constitucional de la convención citada al efecto podrá ser validada o desechada, pero la persona a cargo del país ese día será la misma que el día previo. Con eso en mente, las selfies con el niño símbolo de los 30 años y los recurrentes esfuerzos por sumar y alabar a ese nuevo placer culpable de la generación de relevo, Michelle Bachelet, no se explican sólo como intentos por sumar votos al apruebo, sino más bien por el efecto potencial en la ampliación de la cancha en la que puede jugar el Gobierno el día después del plebiscito.
Gabriel Boric fue electo presidente tras una primaria y dos vueltas electorales presidenciales. A diferencia de sus predecesores, la base política con la que llegó a La Moneda fue construida de forma progresiva entre todas esas instancias. Pero los números y la realidad política cotidiana han mostrado cuan insuficiente es aún dicha base de sustento. Encabezar la marcha por sumar liderazgos, sensibilidades, tendencias y partidos al apruebo tiene, por lo tanto, más valor para el Gobierno del que tiene para el comando del apruebo.
Porque el día después de la elección, sin importar lo que suceda, Boric podrá llamar al Gobierno a todas aquellas fuerzas que estuvieron por el apruebo y si éstas no fueron suficientes para ganar, pero son más que las que dispone tras su segunda vuelta electoral, habrá obtenido más cuadros y más votos para sostener su Gobierno. Visto así, el plebiscito de septiembre, además de toda su carga simbólica, es también la tercera vuelta electoral para la administración a cargo. Parece razonable que el presidente se esmere en sumar voces a esa empresa.
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