Según el cronograma de la Convención Constitucional, el 29 de junio estará listo el proyecto de nueva Constitución. Por lo tanto, a fines de agosto o comienzos de septiembre debería efectuarse el plebiscito, con voto obligatorio, en el que los ciudadanos deberemos pronunciarnos sobre su contenido. No hay exageración posible sobre el alcance de esta votación: será absolutamente trascendental para el futuro de país.
El proyecto que está emergiendo de la Convención no deja lugar a dudas: la nación chilena sería reemplazada por una constelación de naciones. Surgiría una estructura orientada a feudalizar el territorio nacional mediante la creación de un archipiélago de unidades autónomas y autogobernadas, cuyo eje es la exaltada versión de la ideología indigenista que la Convención ha llevado al paroxismo.
Basta citar lo acordado el 23 de marzo: “Los pueblos y naciones preexistentes y sus miembros en virtud de su libre determinación, tienen derecho al pleno ejercicio de sus derechos colectivos e individuales. En especial tienen derecho a la autonomía y al autogobierno, a su propia cultura, a la identidad y cosmovisión, al patrimonio y la lengua, al reconocimiento de sus tierras, territorios, la protección del territorio marítimo, de la naturaleza en su dimensión material e inmaterial y al especial vínculo que mantienen con estos, a la cooperación e integración, al reconocimiento de sus instituciones, jurisdicciones y autoridades propias o tradicionales y a participar plenamente, si así lo desean, en la vida política, económica social y cultural del Estado”.
Se supone que en las 3.000 hectáreas de Temucuicui ya se materializó la autonomía y la libre determinación, la identidad y la cosmovisión, sin olvidar la jurisdicción propia, como comprobó la ministra Izkia Siches. Surgirían, pues, muchos Temucuicui bajo el control armado de los caudillos que dicen representar a las “naciones preexistentes”. Habría que estar ciegos para no ver cómo se abona el terreno a los pequeños dictadores y los grandes abusos. El Derecho Penal dejaría de existir en los “territorios ancestrales”, y nadie sabe qué ocurriría respecto de la protección de los derechos humanos.
Está en marcha un plan destinado a desarticular el Estado unitario y, consiguientemente, las bases de la República bicentenaria. Se trata, además, de un ataque en toda la línea a los fundamentos de la democracia representativa y, por lo tanto, al Estado de Derecho que protege el ejercicio de las libertades. En rigor, no habíamos conocido un proyecto político más reaccionario que este, que mira hacia el pasado, fomenta la segregación racial e intenta borrar la historia del desarrollo democrático. Fuad Chaín, el único convencional de la DC, se dio cuenta: “Cualquier caudillo va a poder hacerse del Estado y del país, capturar el Congreso sin un contrapeso fuerte del Poder Judicial y del TC, sin partidos fuertes; lo que vamos a tener en poco tiempo es el fin de la democracia”.
Está creciendo el rechazo. Y sacan mal las cuentas quienes creen que el triunfo del Apruebo en el plebiscito de entrada, en octubre de 2020, determinó una especie de inercia hacia la aprobación ciega de cualquier cosa en el plebiscito de salida. Aquella vez, la mayoría deseaba sobre todo el fin de la violencia y apoyó lo que parecía ser un camino de consenso para mejorar las instituciones. Pues bien, el delirio refundacional destruyó tales expectativas. La Convención fracasó como proyecto nacional, si es que alguna vez lo fue.
Decir que el desacuerdo con el texto de la Convención implica retroceder a 1980 es una maniobra para infantilizar a los ciudadanos. Si el texto es rechazado, Chile no quedará en tierra de nadie. Contamos con instituciones que garantizan la convivencia en libertad. Quienes sugieren que, si no nos sometemos, volverá la violencia, quieren en realidad convertirnos en rehenes de los matones. No podemos aceptarlo. Si gana el Rechazo, el debate sobre los cambios constitucionales debe volver al Congreso, desde donde nunca debió salir.
Se ha mencionado la posibilidad de una “tercera vía”, que evite una definición en términos excluyentes. El diputado Gaspar Rivas propuso una reforma constitucional para cambiar “Rechazo” por “Reforma Constitucional”. A primera vista, el desacuerdo con el proyecto de la Convención tendría así una apariencia más integradora, pero el problema es que cambia las reglas, y puede generar una dinámica incontrolable de otras modificaciones, que solo traería confusión. Corresponde respetar los términos pactados.
No hay espacio para las posturas intermedias. En tal sentido, es útil recordar el plebiscito de 1988. Entonces, lo fundamental era concentrar las fuerzas en el NO para abrirle paso a la democracia. Después, vendría la competencia política y todo lo demás. Hoy, lo esencial es defender la integridad de la nación y sostener el régimen democrático. Por ello, nada es más importante que frenar el avance de la más grave amenaza autoritaria configurada desde 1990. Para perfeccionar las instituciones, lo primero es oponerse al plan de demolerlas.
El nuevo plebiscito será una definición crudamente política. Si Boric y sus cercanos optan por la trinchera y se lanzan a hacer campaña por el Apruebo, lo arriesgarán todo a pocos meses de entrar a La Moneda. Confirmarían así que son prisioneros de la imaginería ideológica, en un momento en que crece el deseo de orden y estabilidad en el país. Y cuidado: el gobierno no puede abusar del poder ni usar los recursos públicos con fines proselitistas. Tiene que garantizar que el plebiscito se realice en condiciones irreprochables, con plenas garantías para todos.
Es cierto que enfrentaremos un cuadro de polarización, pero no hay cómo evitarlo. Al fin y al cabo, el futuro está en manos de todos nosotros. Hay que definirse.
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