Nada puede explicar mejor los avatares de la Convención, sus dificultades, sus contradicciones, que poner al lado una foto de Fernando Atria el 4 de julio del año pasado y poner otra de hoy, 11 meses después. No se puede decir que haya perdido pelo, porque lo había perdido antes, pero hay en su mirada algo dramático, un fuego nuevo, una rabia que no conocía, una impaciencia que contradice la esencia misma de su carácter supuestamente calmo.
Su habitual manera de explicar todo desde la raíz, según una lógica impecable, aunque suya y solo suya a veces, ha chocado con lo único que un gran profesor como el, no toma en cuenta nunca, que no es otra cosa que la mezquindad de la realidad. Nadie soporta demasiado la realidad enseñó T. S Eliot. Pensar que el mundo no tiene una forma explicable, que no es enseñable es lo que los profesores no perdonan. Por eso se les permite todo menos gobernar.
Al haber aceptado la división del mundo entre privilegiados y víctimas, al haber avalado de alguna manera la rebelión de octubre que simplificaba el mundo de esa manera, Atria quedó para siempre en un lugar incomodo del que le es imposible escapar.
Porque el conocimiento —sobre todo la forma altamente imaginativa del conocimiento que hace gala Fernando Atria— es el privilegio de los privilegios. Privilegio como su biblioteca de dos pisos al lado “ondero” del río y su forma de hablar levemente ecuatoriana —aunque no haya vivido nunca en Ecuador— que nace de su afán de que no se pierda ni una silaba de lo que explica.
Privilegio al fin que es tener una familia feliz, que, con toda ingenuidad, una ingenuidad que es también un privilegio expuso a las redes sociales, a esa moledora de carne que son las redes sociales.
Así su gusto dudoso por los jurisconsultos nazis, los cumpleaños en su casa, o la cantidad de ayudantes que tiene en la universidad, han sido pasto fácil para ponerlo en cuestión haga lo que haga. Llevaba siglos acusando a Jaime Guzmán, su obsesión particular, de tramposo, y ha terminado de ser calificado como tramposo él mismo al proponer cerrar con candado por un tiempo conveniente la nueva constitución.
Fatalmente lo llaman el Jaime Guzmán de la nueva constitución. La calvicie y el hecho de que los dos fueran profesores de derecho apreciados y seguidos por cantidades de alumnos, hacen inevitable la comparación. Pero Jaime Guzmán carecía del conocimiento ecléctico y a veces excéntrico de Atria. Siendo célibe, y católico ultraconservador era mucho menos fanático que Atria, teniendo por la debilidad humana y sus contradicciones una natural afición que le permitió crear alrededor partidos y partidarios. Cosa que Atria es justamente incapaz de hacer.
Guzmán no quería salvar el mundo sino solo su mundo. Era por lo demás mucho más un político que un pensador o un ideólogo. La mayor parte de las novedades alarmantes que Atria lleva años denunciando en la constitución del 80 están en casi todas las constituciones democráticas del mundo. Todas las democracias son democracias protegidas (protegidas de la propia democracia), el problema es quien las protege. Eso era lo único que debía discutirse y es lo único que no se discutió.
Jaime Guzmán tuvo que convencer a una comisión de juristas donde era el más joven. Eran pocos y anticuados, podía el gremialista usar el cansancio de los ancianos para imponer sus ideas. Atria es en la constituyente, le guste o no, uno de los viejos a los que se les gana por cansancio. Es demasiado respetuoso de su propia inteligencia para tener la pachorra de Baradit. No tiene la vanidad de Bassa. Es intrínsecamente desatinado como lo son en general los intelectuales.
Cuando lo entrevistan, lo hacen para que se defienda de las variadas acusaciones de querer meter por la ventana normas que fueron rechazadas en la puerta. Si hubiera podido, como Jaime Guzmán, haber sesionado con gente que distingue los tres poderes, sabe articular artículos y sabe el origen del estado nación, su talento un poco demencial habría brillado como merecía. No le toco eso porque, aunque piensa como jesuita, Atria estudió en el Notredame, colegio de alma y cuerpo boyscout.
Ahí está la falla quizás esencial de su sistema. En alguna parte de su alma pensó que la convención sería un campamento scout, y no hay ahí el respeto a la jerarquía y las canciones de fogata y la buena onda de sobreviviente en que Atria fue educado. Esto más bien se parece al “Señor de la Moscas”. En ese universo adverso donde el manual de corta palos no sirve nada, Atria ha quedado como el responsable de una constitución en la que influyó mucho menos de lo que su capacidad requería.
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