La relación de la centroizquierda con Michelle Bachelet podría calificarse fácilmente como adictiva. Algo que hemos jurado mil veces dejar de tomar, pero a lo que es demasiado fácil y agradable volver. Una dosis de calma, un poco de paz que se asume sabiendo que el despertar será duro y una dosis que nunca será suficiente.
Una adicción mutua, todo hay que decirlo, porque nadie ha renunciado más veces a un poder que ha pulverizado su vida privada que Michelle Bachelet Jeria. Nadie ha vuelto más veces donde prometió no volver que esta pediatra, humillada, exiliada, burlada, menospreciada por un mundo político que para bien y para mal ha girado en torno a su sombra por al menos las últimas dos décadas.
Su infancia militar y su juventud militante son más fuertes que el simple sentido común de saber que “lo que pasó, pasó”, como dice la canción. O más bien “lo que pasó no pasó”, porque si somos rigurosos, una rigurosidad que nadie se atreve a aplicarle a la expresidenta, su segundo gobierno fue la gran oportunidad perdida de la que estamos pagando caro y mal los costes hoy.
Un gobierno que vio los problemas y esbozó las soluciones a estos, pero no terminó de empezar esas soluciones, dejando todo tan poco atado que en escasas semanas el gobierno siguiente lo deshizo todo. Una oportunidad perdida por la mezquindad de los actores políticos de entonces, empezando por el Frente Amplio, pero también por la falta de claridad intelectual, de capacidad de abstracción que ha sido la eterna cruz de esta presidenta que nunca quiso tener una estatua.
Pediatra después de todo, especialista en aliviar el dolor a la gente, pero no en comprender que el político que no quiere ser inmortal es un muerto en vida que sirve para gestionar las crisis, pero no para predecirlas, o provocarlas, que es lo que hicieron todos los que tienen estatua en la Plaza de la Constitución.
De alguna forma, antes de la letra es lo que Izkia Siches quiere ser, sin lograrlo. Una doctora en terreno que va donde no va nadie, y habla con todo el mundo, consiguiendo que confíen en ella, aunque ella no confía mucho en nadie.
Un liderazgo de “chancho práctico” que tiene la ventaja de hacer sentir su presencia, que en el caso de Michelle tiene el peso de la tragedia vivida, de la fuerza para superarla, y volver sin llorar donde nadie la espera. Una mujer que tiene una vida que no se parece a la de nadie (de Villa Grimaldi al Ministerio de Defensa; de la RDA a la ONU), pero que reúne los elementos de tantas vidas de mujeres chilenas que siempre están dispuestas a lo imposible.
Mujeres que le ganan a todas las adversidades sin disculparse ni rogar a nadie, como nunca ha rogado y nunca se ha disculpado la mujer chilena, en este caso, que ha llegado a los puestos más importantes del poder mundial en toda nuestra historia.
Es como todas y no se parece a nadie. Ahí reside quizás el núcleo de su contradicción esencial. Nadie como ella cree en los liderazgos colectivos. Nadie como ella detesta los lucimientos personales. Nadie desprecia más a los pistoleros solitarios o los sabios iluminados que no le deben nada a nadie. Sin embargo, al revisar su vida es imposible no constatar que entregó dos veces su gobierno a su exacto contrario, Sebastián Piñera. Que esto sucedió en gran parte porque fue incapaz de crear liderazgo a su altura.
En sus gabinetes todos se odiaban de manera más o menos abierta. En el arte de sabotearse mutuamente, Michelle navegó con maquiavelismo que nunca nadie esperó de ella. Nunca zanjó la pelea entre autocomplacientes y autoflagelantes en la Concertación y retrasó en los hechos, diez años la renovación de la centro izquierda que solo se pudo producir cuando todos estuvieron seguros que no se movería de Nueva York por un tiempo.
La única que siempre se salva de los gobiernos de Michelle Bachelet, es Michelle Bachelet. El estallido así tiene muchos padres, pero nadie se ha atrevido a señalar nunca que tiene una madre también. A nadie se le ocurrió que ella, en su primer gobierno, profundizó el neoliberalismo tanto o más que Ricardo Lagos, y del estallido, es la madre del cordero.
Gobernó más que cualquier otro presidente de la Concertación, pero pareciera más una víctima de ese conglomerado que su figura central. Sin duda si se presentara a algún puesto de elección popular volvería a arrasar sin que nadie le pida cuentas o programa.
En el alma de este país herido, quizás ella solo es una buena aspirina. ¿Pero quién puede prescindir a la hora del dolor de una buena aspirina? Lo cierto es que ni nosotros hemos podido olvidarla ni ella nos ha podido olvidar a nosotros.
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