Para esta columna –y espero que los amables lectores me sepan perdonar por el desvío—quise traer a colación al bueno de Isaac Asimov. Me acordé de él porque este mes fue el aniversario de su más conocida novela, Fundación, pero, además, porque estamos todos frente a una disyuntiva “asimovesca”.
Decía Frederic Jameson que la ciencia ficción rara vez nos presenta un futuro verdaderamente utópico. En su lugar, la mayoría de los relatos de este género nos presentan un futuro que confirma su pasado, nuestro presente. De allí la famosa máxima (popularizada por Zizek) de que hoy es más fácil imaginarse el mundo destruido –por un asteroide, un virus, una invasión alienígena–, que imaginarse una sociedad que funcionara con lógicas distintas.
Quizás uno de los autores de ciencia ficción que ha estado más cerca de lograr imaginar sociedades verdaderamente distintas fue Isaac Asimov. Este mes se cumplen siete décadas desde que publicó su novela más reconocible: Fundación. Más allá de los avances tecnológicos que se imagina Asimov, como el viaje espacial, el principal avance de la humanidad que empapa su novela (y diría que toda su obra futurística) es el de la ciencia social.
Asimov se imagina un futuro en que la humanidad ha desarrollado a tal nivel la sociología, la ciencia política, la economía y demás ciencias del comportamiento humano colectivo, que es posible, mediante complejas ecuaciones, predecir el destino social e, incluso, conducirlo adecuadamente.
Se puede ver la génesis de esta idea en un cuento del autor, llamado “sufragio universal”. En este cuento la humanidad ha avanzado a tal nivel en sus metodologías de encuestas y predicción del comportamiento electoral que el acto de ir a votar se ha vuelto superfluo.
En su lugar, periódicamente, se le hace una serie de preguntas a un individuo (escogido por algún misterioso algoritmo) y, a través de sus respuestas, es posible deducir quien ganaría las próximas elecciones.
Esta idea original es desarrollada con mucho mayor profundidad y complejidad en sus otros relatos. Sin embargo, la idea de que existirían reglas cuantificables para la acción humana colectiva (siempre se insiste en sus relatos que cualquier predicción es probabilística y solo válida para grandes colectivos, nunca individuos) vuelve una y otra vez en distintas manifestaciones.
Por ejemplo, sus historias de robots descansan sobre el supuesto de un futuro en que estas máquinas serviciales se guían por las “tres leyes de la robótica”. Una especie de catálogo de máximas morales que todo robot debe seguir. Este incluye cosas como nunca dañar, por acción u omisión, a ningún ser humano. Casi todos sus relatos llegan, en algún momento, a la pregunta de si existirán reglas como esas para la conducta humana que pudieran traducirse en ecuaciones matemáticas, una ciencia que denomina “psicohistoria”.
A través de sus protagonistas se nos presentan diferentes formas sociales que ha adoptado la humanidad del futuro. Desde el individualismo radical de “Solaria” hasta la fusión total de la humanidad con su entorno natural en “Gaia”, pasando por el colectivismo jerárquico de los habitantes de las ciudades subterráneas de la tierra. Cada uno de estos mundos assimovianos nos ofrece una oportunidad para estudiar esas lógicas sociales radicalmente diferentes que reclamaba Jameson.
Los héroes de Assimov se parecen más a los de las novelas detectivescas que las de acción. Se enfrentan a distintos obstáculos en la búsqueda de la verdad, pero, sobre todo, en la búsqueda de definición entre los distintos modelos de sociedad.
¿Qué es mejor? ¿el colectivismo radical, la inmersión en la naturaleza o el individualismo extremo? Es fácil imaginar que mucho de este debate se explica por la influencia que tuvo la Guerra Fría sobre el autor, un pacifista acérrimo que recurrentemente reclamaba con terror ante la posibilidad de la destrucción global en una guerra nuclear.
Es en el intento de resolver esas disyuntivas que a ratos se cuela el lado más trágico de los mundos de Assimov. Más temprano o más tarde, sus héroes siempre se enfrentan a una complejidad que los supera. La ciencia de la psicohistoria no logra evitar la incertidumbre, el caos, los impulsos autodestructivos de la humanidad.
Así, las decisiones terminan descansando, más bien, en la aceptación de esa complejidad. Los momentos decisivos se terminan volviendo menos parteaguas y más empujones en una u otra dirección. Obligados a escoger entre un rumbo para la sociedad u otro, sus héroes tienen la astucia de escoger la opción que les dé más tiempo, que permita dejar más puertas abiertas.
Todos nos enfrentaremos en algunos meses ante una papeleta en la que se nos exigirá, en teoría, decidir entre dos versiones diferentes de la sociedad chilena. En mi caso votaré apruebo. Sinceramente, creo que, si bien hay cosas que no me gustan en el texto constitucional, son muchas las cosas positivas, que nos ayudará a sanar varias heridas en nuestro tejido social y tener un marco institucional para crecer con inclusión. Por otro lado, espero que la convención tenga la sabiduría de no enamorarse de su obra, reconociendo la complejidad social e institucional, y le dé al legislador las herramientas para modificarla en lo que sea necesario, desde el primer día.
Ahora, como ninguno de nosotros ha desarrollado aún algo como la psicohistoria ni cosa que se le parezca, quizás valdría la pena no enfrentarse al plebiscito como una guerra de trincheras. Quizás sería mejor que, con tanta serenidad y buena disposición como podamos, nos aprestemos a escucharnos, respetar las posiciones del otro y, sobre todo, recordar que las victorias y las derrotas en democracia son casi siempre pasajeras e imperfectas.
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