Pi, fe en el caos es una conocida película de Darren Aronofsky. Quizás la escena más memorable del filme es una conversación que trascurre entre el protagonista, un brillante matemático, y su mentor. En esta conversación, el anciano mentor le replica lo siguiente a su discípulo, a propósito de un supuesto hallazgo milagroso que habría encontrado:
Si te empeñas en encontrar el 216, lo encontrarás por todas partes. Habrá 216 pasos desde la esquina hasta la puerta de tu casa y el ascensor tardará 216 segundos en llegar a tu piso… Tú has elegido el 216 y lo encontrarás en todo. Pero -escucha- en el momento que descartas el rigor científico dejas de ser un matemático para convertirte en un numerólogo.
Los seres humanos estamos programados para ver patrones. Los vemos en las nubes, en manchas de tinta y, también, por cierto, en la política. Sin embargo, lo que distingue a los buenos analistas, y los diferencia de los “numerólogos”, es el esfuerzo constante por cuestionarse cuánto del diagnóstico aplicado es, en realidad, una proyección propia sobre el tejido de la realidad.
En el plebiscito constitucional que se aproxima, uno de los mayores desafíos, tanto para el apruebo como para el rechazo, será justamente leer una sociedad compleja y difícil de interpretar. Es decir, ambos lados deberán esforzarse para evitar las tentaciones numerológicas y de auto afirmación, evitar los cuentos que nos contamos a nosotros mismos.
En el caso del rechazo, el principal peligro para alcanzar un diagnóstico certero es terminar creyéndose la campaña de exageraciones. “Chilezuela” puede haber sido una táctica eficaz para la segunda vuelta presidencial de 2017, pero ha demostrado consistentemente su debilidad en todas las votaciones que la siguieron, en particular para el plebiscito de entrada y la elección de convencionales.
El proceso constituyente chileno no tiene nada que ver con el de Venezuela o el de Bolivia. En realidad, en muchos sentidos, se encuentra en la antípoda de estos procesos. Mientras estos fueron el resultado de una fuerza hegemónica que impuso su visión en los textos constitucionales, el caso chileno fue uno de extrema fragmentación y dispersión.
Más allá de las cámaras de eco del rechazo más duro, no hay nada que permita afirmar convincentemente que el texto propuesto por la convención constitucional chilena sea intrínsecamente incoherente con una democracia liberal.
Más aún, estos voceros del rechazo parecen no ver es lo innecesario de exagerar el argumento a ese nivel hiperbólico para argumentar su posición. El sostenido crecimiento del rechazo no se debe a que haya revivido el relato de “Chilezuela”, sino a, básicamente, dos elementos.
Primero, algunos aspectos del texto, como la plurinacionalidad, han entrado en colisión con formas identitarias tradicionales patrióticas, lo que ha alienado a un sector de la población. Segundo, y con mayor fuerza, en un contexto marcado por las preocupaciones por el alza del costo de la vida y la delincuencia, el proceso constituyente y, sobre todo, las vocerías más octubristas de la convención se perciben alejadas y desconectadas de las necesidades y demandas urgentes de la ciudadanía.
Es decir, una vocería astuta del rechazo, dispuesta a tomarse en serio el diagnostico descrito, evitaría la tentación de proyectar su propio repudio visceral al proceso constituyente y se daría cuenta que más que odio lo que la población siente respecto al proceso es hastío.
La posición más potente en este sentido es una que reconozca los aspectos positivos del texto, como las garantías en derechos sociales, y se presente como resultado de un juicio sopesado, no un griterío alarmista. Una campaña del terror podría incluso activar el antiguo clivaje del “sí” y el “no”, autoinfligiéndose un duro golpe.
Por el lado del apruebo hay un desafío similar. Quedarse en una reivindicación a pies juntillas del proceso y del texto constitucional es una receta segura para que la tendencia observada estos últimos meses se mantenga. Una tendencia que de mantenerse llevaría a la victoria del rechazo.
La alternativa es que los que votaremos apruebo nos tomemos en serio el diagnóstico y evitemos la numerología auto afirmativa. Es decir, es necesario sobreponerse a los diagnósticos autocomplacientes, centrados en la existencia de campañas desinformación, las teorías de complot o simplemente una fe ciega en que “saliendo a la calle se arregla todo”.
Esto significa tomarse en serio que las tendencias no cambian solas y la posibilidad de victoria del apruebo descansa en un golpe de timón, mejorando la oferta, comprometiendo reformas una vez aprobado el texto, y los oferentes, entregándole voz a otros actores distintos a los convencionales.
Así, un diagnóstico como ese implicaría que, saliéndose de las cámaras de eco del apruebo duro, una propuesta como “aprobar para mejorar” liderada por voceros distintos a los convención convencional, -ojalá desde la sociedad civil organizada- sería la posición más potente de cara al plebiscito.
En las próximas semanas, más allá de las múltiples decisiones que deberá tomarse en los campos del apruebo y del rechazo, ningún edificio podrá construirse bien sobre tierra débil. Los que quieran de verdad ganar tendrán que saber renunciar a algunas de sus presuposiciones sobre el diagnóstico y aceptar que la numerología puede ser reconfortante, pero no se ganan elecciones diciéndole a la realidad como debería ser. Se ganan reconociendo cómo es y empujándola lo más que se pueda.
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