Un asesinato. “¿De qué soy culpable? Simplemente he informado de lo que he visto, de nada más que la verdad”. Así termina el texto que los colegas de Anna Politkóvskaya encontraron en su computador luego que la periodista de la Novaya Gazeta fuera acribillada en el ascensor de su edificio del centro de Moscú en octubre de 2006.
Es el artículo que le da nombre a Solo la verdad. Antología fundamental (Debate, 2011, 512 páginas), una recopilación de los mejores trabajos periodísticos de Anna Politkóvskaya, textos que giran alrededor de su experiencia cubriendo las guerras en Chechenia y la represión de la dictadura de Putin.
“Mi trabajo ha consistido en patearme aldea tras aldea, pueblo tras pueblo, ciudad tras ciudad y preguntar, preguntar y preguntar intentando comprender al mismo tiempo conforme a qué código moral vive la gente, con qué se conformará y qué le parecerá inaceptable”, escribe Politkóvskaya para explicar lo que hace y por qué lo hace.
Solo la verdad recoge textos no publicados, aclaraciones de los editores de Novaya Gazeta y otras cosas, como si fuera una revisión al escritorio de la periodista asesinada. Está, por ejemplo, lo que respondió a una encuesta que circuló entre la gente de la revista: “¿Qué opina de la época en que vive, del pueblo y el país?: La gente es extraordinaria; y el país, soviético. Hemos vuelto a los tiempos oscuros”.
Y los comentarios de instituciones, diarios y personalidades acerca de su asesinato. Testimonios que incluyen el del principal sospechoso, Vladimir Putin: “Ante todo, me gustaría dejar claro que sea quien sea el que haya cometido este crimen, y al margen de sus motivos, debemos asegurar que se trata de un crimen canallesco y brutal. Naturalmente, no debería… no debería quedar impune”.
Por ese entonces, el ex espía Alexander Litvinenko ya había culpado al jerarca ruso del asesinato y, semanas después, moriría envenenado por polonio-210 en su exilio en Inglaterra.
Y todo por lo que escribía esta reportera que tenía un credo: “Lo que cuenta es la información, no lo que se opine de ella”.
El cadete. Uno de los ejes del libro es la cobertura del caso de “El Cadete”, el nombre de guerra de Serguéi Lapin, de la Unidad Combinada de la Milicia de Jantí-Mansíisk, responsable de torturas y desapariciones de chechenos. Lapin, que fue encubierto por sus mandos, amenazó por cartas a Politkóvskaya (“Es decir, he cambiado mi decisión de matarla con un rifle de mira telescópica, especialmente porque no tengo ninguno y sería una tontería por mi parte pagar para comprarme uno solo por usted”) y le escribió un poema especulando con qué hacerle (“Y por eso escribo ahora estos versos. / Son difíciles de rimar / y hacer que salgan bien./ Torturarla y quizá pegarle un tiro / Y cortarle la garganta y estrangularla estando borracho…”).
Fue el primer juicio a un soldado federal por una causa de DD.HH. en Chechenia. Y la condena de un criminal, que Politkóvskaya describe como un acto heroico. “Otro acto heroico es administrar justicia en un edificio que ha sido rodeado. ¿En qué otro lugar podríamos encontrar algo parecido? Esta mañana, unos individuos vestidos con uniformes de combate, con la cabeza rapada y armados con fusiles de asalto se han presentado ante el edificio del tribunal en vehículos blindados y han apuntado con sus armas a cualquiera que saliera o entrara de allí. A algunos de nosotros también nos gritaron con su pintoresco lenguaje”.
La crueldad de Lapin y sus tropas destacaban en Chechenia (“Daláyev y Gazháyev contaron al testigo que Lapin los había torturado con electricidad, palos y martillos. A Daláyev le arrancaron la piel del pecho con unos alicates, le echaron perros y le pegaron una paliza mientras le clavaban un clavo en la clavícula. Durante la tortura no dejaron de preguntarle dónde se escondían los combatientes de la resistencia”).
Se decía que a algunos detenidos desaparecidos los emparedaban en vida. A los sitios de suceso, cuenta Politkóvskaya, los fiscales no iban porque los consideraban “muy peligrosos”.
Anna Politkóvskaya fue mediadora en el secuestro del teatro Dubrovka de Moscú, en 2002, porque los chechenos que tomaron rehenes lo pidieron. Fue un fracaso, porque el asedio terminó con 170 muertos, tras el ataque con un agente neurotóxico realizado por las fuerzas rusas. Dos años más tarde, mientras viajaba a Beslán, en Osetia del Norte, para cubrir el secuestro de 1.200 personas, 770 de ellas niños, en un colegio de la localidad por parte de terroristas chechenos, fue envenenada en el avión, con una taza de té.
La advertencia. Politkóvskaya fue de las primeras voces que describieron a occidente de lo que se trataba el régimen de Putin. Leer ahora sus emplazamientos de entonces muestra lo perdidos que estaban los dirigentes europeos, sobre todo en la última década.
Hay un texto clave en eso, que cuenta la visita que le hace a la familia de una enfermera noruega de la Cruz Roja asesinada en Chechenia. Politkóvskaya viaja hasta el pueblo de Molde, (“un pequeño pueblo que trepa por la pendiente del acantilado”).
Luego de hablar con la madre de la enfermera, Politkóvskaya escribe: “¿Siguen creyendo ustedes que el mundo es ancho, que si se produce una conflagración en un punto no tiene consecuencias sobre otro y que pueden seguir sentados tranquilamente en sus jardines, admirando sus absurdas petunias? (…) Ni esa humilde tumba de Molde ni los miles de tumbas esparcidas por toda Chechenia han servido de señal de alarma para Europa, que sigue dormitando como si la guerra que se libra dentro de sus fronteras no estuviera en su vigésimo tercer mes consecutivo, como si Chechenia estuviera tan lejos de Noruega como del Antártico (…) A la Rusia actual se la considera una especie de territorio indómito donde —con el acuerdo tácito de los jefes de Estado europeos, el Parlamento Europeo, el Consejo de Europa y la OSCE— resulta aparentemente aceptable que vivan ciudadanos bajo unas leyes distintas de las que rigen en el resto del continente, leyes que ningún otro país europeo consideraría aceptables ni en su peor pesadilla”.
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