A los 18 años, Arkadi Bábchenko fue reclutado para la primera guerra en Chechenia, lugar al que regresó años más tarde –pero como voluntario– para la segunda invasión, que lideró el entonces primer ministro Vladimir Putin. De esa guerra, Putin salió convertido en el hombre fuerte de Rusia; Bábchenko, en uno de los mejores cronistas rusos. O al menos de los más acontecidos. La guerra más cruel (Galaxia Gutenberg, 2008, 465 páginas) además lo reveló como uno de los principales opositores de su país.
Colaborador de Novaia gazeta –el medio de la famosa Anna Politkóvskaya, asesinada por los agentes del Kremlin–, Bábchenko se exilió en Ucrania. Allí, hace algunos años, protagonizó una complicada operación con la inteligencia de ese país en que fingió su muerte para desarmar un complot que los rusos habían montado en su contra. Cosa rara: no hay registro suyo desde que se inició la invasión de Putin a Ucrania.
Los relatos de La guerra más cruel pintan al ejército ruso como la poderosa máquina que es, pero también como una organización corrupta e incapaz, en la que la vida de los reclutas es descrita como una variante de la esclavitud. Punto central de la vida de la tropa es la descripción de la violencia institucionalizada de veteranos y oficiales, la infame dedovschina, que incluye abusos y golpizas que pueden llegar a la muerte.
GROZNI
En su momento, a Bábchenko lo colocaron en la tradición de las novelas de guerra, como Sin novedad en el frente. También en la tradición rusa de novelistas que han participado y contado sus experiencias en combate, como Tolstoi, Bábel y Grossman.
En la actual guerra, los relatos de Bábchenko permiten entender lo que pasa en el lado de los que están bombardeando las ciudades ucranianas. Por ejemplo: una mañana, cuenta Bábchenko, comenzó el bombardeo sobre Grozni. Él, después de darse muchas vueltas, consiguió subir al segundo piso de un edificio que ocupaban los rusos. A mirar.
“Es difícil describir lo que ocurría en la ciudad. Parecía que ésta hubiera desaparecido; sólo se veían la carretera y la primera línea de casas de la zona de evacuación. Más allá se estaba produciendo una auténtica carnicería: explosiones, humo, estampidos… Un infierno. (…) Nunca antes había visto un bombardeo así. ¿Qué francotiradores podían sobrevivir a aquello? Seguramente ya no quedaba nada ni nadie en Grozni, que se había convertido en un auténtico desierto. Por un lado estaba bien que la artillería machacara a los chej, porque así nos tomaríamos la ciudad silbando, tranquilamente, con un cigarrillo en la boca y dando puntapiés a los cadáveres de los barbudos chechenos. Pero por otro lado, si nos quedaba ni un solo edificio en pie, ¿dónde pasaríamos la noche?”.
Eso, en un respiro de las palizas que les daban los oficiales y los veteranos (“no había allí nadie que hablara como las personas normales, lo hacían a puñetazos, porque era más simple, rápido y efectivo”). O de las barbaridades cometidas en las barracas rusas.
“Hace tiempo que el ejército se rige por las leyes del mundo criminal. Un colectivo de hombres en un espacio cerrado acaba inevitablemente imitando el modelo de vida carcelario. Este modelo es universal: los fuertes pisan a los débiles. Además, siempre tiene que haber alguien que friegue los retretes”.
O la corrupción: cuando en el batallón se escucha que los chechenos quieren comprar trinitrotolueno en el mercado negro, los soldados comienzan a robarse proyectiles y fundirlos para obtener el TNT. Un explosivo que iban a usar en contra de ellos, detalle que en realidad no les importaba. “Yo no me lo creía, porque ¿para qué iban los chejs a comprar TNT cuando la ciudad estaba inundada de proyectiles sin explotar? Los encontrabas tirados por las calles y si los querías, tan solo tenías que recogerlos”.
LA PAZ
La segunda guerra de Chechenia destruyó ese país y le entregó a Putin el poder en Rusia. Como ahora, no se le llamó guerra directamente. Era “Operación Antiterrorista” y duró diez años.
No es difícil imaginarse el balance de la guerra en Ucrania. De la campaña en Chechenia, Bábchenko escribe:
“En diez años han pasado por Chechenia alrededor de un millón de militares. Esa es la población de una ciudad grande. Cincuenta divisiones de soldados machacados, que al regresar a sus casas han traído consigo –a la vida civil– la filosofía de la guerra.
“Ave Caesar, morituri te salutant! A los dieciocho años ya han matado a adultos, que era ocasiones eran mayores que sus propios padres, y ya no hay autoridad ni Dios que valga para ellos: son capaces de todo. En su mundo no hay ni mujeres, ni niños, ni ancianos, ni enfermos, ni mutilados; sólo hay objetivos: peligrosos, seguros y potencialmente peligrosos (…) Estos muchachos ya no quieren agarrarse a la vida, lo único que quieren es que siempre haya guerra y estar eternamente en ella”.
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