Mayo 15, 2022

La violencia que asola Chile. Por Cristián Valdivieso

Director de Criteria Research

La preocupación por la naturalización de la violencia no solamente se sustenta en torno a percepciones sobre temor y victimización, sino que es particularmente alarmante en la medida que es considerada por vastos sectores de la población como una forma legítima de conseguir justicia o de hacerse escuchar.


En referencia a la violencia que asola al país, el académico Juan Pablo Luna señalaba en una reciente entrevista con LUN que “esta es una sociedad que está quebrada. “Son muchos conflictos y muy fragmentados lo que vuelve difícil legitimar un orden que logre encauzarlo”.

Para Luna, tenemos que hacernos la idea de que Chile ha vuelto a América Latina, la región más desigual y violenta del mundo. Su pronóstico tampoco es muy alentador. “Mi impresión es que esto hay que tomárselo con mucha calma”, señala en la misma entrevista en alusión al largo tiempo que tomará restaurar las heridas y disminuir la violencia social.

Una mirada muy cruda la de Luna, más en una semana donde muere Francisca Sandoval, periodista baleada en el barrio Meiggs, se producen ajusticiamientos en pleno centro de Iquique, tiroteos en distintas zonas del país y Héctor Llaitul llama a organizar la resistencia armada ante los intentos del gobierno por conseguir votos para un estado intermedio.

Diagnóstico que, por los demás, no hace otra cosa que confirmar la experiencia cotidiana de una mayoría ciudadana que ha tenido que adaptar su vida a una sociedad donde lenta, pero sistemáticamente, se ha ido naturalizando la violencia.

Es cosa de conversar con personas de diversas realidades socio-económicas, etarias y geográficas para interiorizarse de las estrategias adaptativas que han (hemos) ido, consciente o inconscientemente, adoptando para cuidarse. Autodefensa, vigilar el entorno, cambiar nuestras rutas y horarios de desplazamiento, dejar de concurrir a zonas conflictivas, no hablar por teléfono en la calle, evitar la exposición pública de objetos de alto valor o buscar transitar sólo por lugares con afluencia constante de público y buena iluminación son parte de las muchas estrategias que se han ido normalizando ante un ambiente que se ha vuelto crecientemente amenazante.

De un tiempo a esta parte, a la usanza de los países más violentos del continente, hemos ido delineando un decálogo de autodefensa para situaciones riesgosas.

Año a año la Fundación Paz Ciudadana elabora un Índice con dimensiones ligadas a la seguridad, victimización y temor. Desde 2019 hay una variación significativa en la cantidad de personas que sienten un alto nivel de temor, pasando de 10,4% a 20,4% en 2021 (10 puntos porcentuales más en solo dos años). Complementariamente, el 90% de los encuestados asegura haber tomado alguna medida que restringe libertades en función del autocuidado.

Las redes sociales también dan cuenta del peso que tiene la violencia y el autocuidado en nuestras conversaciones cotidianas. Según Ubik, desde marzo las interacciones sobre violencia comienzan a crecer con fuerza en Facebook. Sólo este año suman cinco millones de interacciones.

Pero la preocupación por la naturalización de la violencia no solamente se sustenta en torno a estas percepciones sobre temor y victimización, sino que es particularmente alarmante en la medida que es considerada por vastos sectores de la población como una forma legítima de conseguir justicia o de hacerse escuchar.

Precisamente por esa validación social de la violencia es que el diagnóstico de Luna es tan crudo y realista. La violencia contra otros se ha legitimado como medio e incluso avalado como consecuencia de la rabia social acumulada por años. Ya el año 2016 un estudio de la UC advertía que un 53,6% de la población estaba de acuerdo con los linchamientos públicos o “detenciones ciudadanas”.

Poca fue la sorpresa cuando en enero de 2020 y luego del estallido social, la Agenda Criteria de ese mes señalaba que un 49% de las personas se mostraba de acuerdo con la idea que “la violencia en las manifestaciones es la única manera de ser escuchados por la clase política”, permitiéndonos vislumbrar la configuración tácita de estos nuevos códigos de convivencia que se habían instalado de manera invisible para muchos y que se multiplicaron desde el estallido social.

Es así como la violencia en sus vertientes narco, anarquista, crimen organizado, terrorista, política o delincuencial han trastocado la convivencia social, transformando a los ciudadanos temerosos en sujetos rabiosos que a su vez ejercen la violencia y buscan nuevos medios y formas de expresarla.

A estas alturas, cuando el desfonde es tan profundo, poco importa si miembros del actual gobierno en algún momento legitimaron la violencia durante la revuelta de octubre del 19. Tampoco importa ya si la indolencia frente a la desigualdad de cierta élite pudo haber sembrado la rabia como combustible para el estallido.

Hoy sólo importa saber si la clase política, de izquierda y derecha, esta vez sí tendrá la grandeza de acompañar al Presidente en su llamado a un “acuerdo nacional” en materia de seguridad pública. Sin dudas sería un primer paso para el largo camino que prescribe Juan Pablo Luna para empezar a desempolvarnos de la violencia.

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