Por haber planteado serios cuestionamientos al proyecto de la Convención y abogar por un consenso constitucional que trascienda las opciones del plebiscito, Ricardo Lagos ha recibido ataques de mala clase de parte de algunos representantes del espíritu tribal. No es historia nueva. Lagos representa la transición exitosa, y eso ha sido siempre insoportable para el viejo izquierdismo de dientes apretados, que tiene su propia idea de un mundo feliz, pero ahora también parece serlo para algunos exministros y exfuncionarios de los gobiernos de la Concertación
Es muy raro que ellos hagan campaña por un proyecto de Constitución que consideran que hay que arreglar después. Parecen priorizar una suerte de expiación de “las culpas ideológicas” por la transición que tuvo Chile, aunque ella haya permitido llevar adelante un proceso de regeneración institucional gracias al cual hoy vivimos en democracia.
En los hechos, quitan todo mérito a su propia trayectoria. Deberían sentirse orgullosos del aporte que entregaron en el fructífero período concertacionista, pero no lo hacen. En cambio, optan por la mortificación que, al parecer, se vería aliviada con el triunfo del Apruebo.
Es legítimo optar por una u otra opción en el plebiscito, pero no lo es distorsionar la historia al punto de hacer creer a los ciudadanos que Chile está congelado desde 1980, que la transición no existió, que hemos tenido 8 gobiernos de legitimidad dudosa (incluido el de Boric), y concluir que hay que disponerse a… ¡derrotar a Pinochet! Y sucede que fue derrotado hace 34 años.
Las libertades que hoy tenemos son el fruto del camino abierto por el triunfo del NO en el plebiscito de 1988. Fue la vía del realismo y la lucidez, que permitió la convergencia del movimiento antidictatorial y las FF.AA. en el empeño común de asegurar un tránsito a la democracia sin nuevos desgarramientos.
El NO restableció las libertades de expresión, asociación y reunión, y abrió las puertas a la competencia política sin exclusiones en las elecciones de 1989. Fue el comienzo de la acumulación de reformas en todos los ámbitos, comprendida la Constitución del 80, surgida en las condiciones de la falta de libertad, pero que experimentó reformas tales que permitieron, objetivamente, reconstruir el régimen de libertades y dar estabilidad institucional a Chile por tres décadas, lo que fue la base de su enorme salto de progreso.
Como es sabido, el texto vigente lleva la firma de Ricardo Lagos desde 2005, cuando se materializaron las reformas constitucionales de mayor alcance hasta entonces. Ellas fueron aprobadas en el Congreso Pleno, el 16 de mayo de 2005, por 150 votos a favor, 3 en contra (tres senadores designados) y una abstención (otro senador designado). Si entonces hubiera habido un plebiscito de ratificación, lo más probable es que esas reformas hubieran conseguido un respaldo mayoritario de los ciudadanos. Pero el presidente no tenía atribuciones para convocar a un plebiscito.
En 2014, cuando Michelle Bachelet convocó a un período de cabildos y asambleas al que le puso el nombre de proceso constituyente y habló de una Constitución que surgiera “desde abajo hacia arriba”, Lagos mostró plena disposición para favorecer los cambios, sin mayor preocupación por su firma en el texto vigente. Incluso, fue demasiado lejos al proponer que se partiera de “una hoja en blanco”. Por desgracia, entonces y después, prevaleció el ruido demagógico.
La renuncia del PS, la DC y el PPD a defender los inmensos logros de la transición, y el afán de ser tan izquierdistas como el FA y el PC, explican en buena medida el auge de las tendencias rupturistas, lo cual llegó al clímax en la Convención. Si el populismo avanzó como lo hizo en los últimos años, fue porque los partidos de la vieja Concertación le pavimentaron el camino.
Y ahora llaman a aprobar un mal proyecto simplemente porque “los progresistas no pueden estar junto a la derecha”, aunque también, hay que decirlo, porque es lo que más les conviene para estar cerca de Boric. Las consecuencias no importan mucho. ¡Valiente progresismo tenemos!
Para favorecer la idea de un gran acuerdo después del plebiscito, Lagos sostuvo en su carta del 5 de julio que “las dos alternativas en juego están lejos de convocar a la gran mayoría ciudadana”. Es comprensible su deseo de ayudar al acercamiento de posiciones, pero los ciudadanos tendrán que optar el 4 de septiembre, y el voto en blanco carece de significado. No da lo mismo cualquier resultado en el plebiscito. La eventual aprobación del texto de la Convención implicaría empujar a Chile a un pantano político, jurídico e institucional del que le costaría mucho salir, y quizás a qué precio. El Rechazo, en cambio, permite sostener la armazón institucional del país y continuar el debate sobre los cambios en condiciones que resguarden la estabilidad, la gobernabilidad y la marcha de la economía. El Congreso y el gobierno tendrían el deber de encauzar tal debate.
Lagos hoy no tiene poder, pero tiene autoridad, y ella nace de su trayectoria de probado compromiso con el interés nacional y los valores democráticos. Hay que escuchar su llamado para que, pasado el plebiscito, las fuerzas políticas pongan buena voluntad y tiendan puentes para renovar el pacto constitucional.
Siempre habrá movilizaciones y protestas -no sólo si gobierna la derecha-, y estará latente la posibilidad de que en algún momento converjan en algo masivo. Pero apostaría que difícilmente se darán las condiciones para excesos de violencia, por el descenso vertiginoso del apoyo social a todo lo que signifique desafiar el orden público.
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